En 2014, la reforma energética en nuestro país impulsó profundos cambios en la operación de la industria petrolera, del gas y de la electricidad. A grandes rasgos, uno de los objetivos era mejorar las capacidades (operativas y financieras) de Pemex para poder competir de mejor forma en el mercado internacional y, al mismo tiempo, buscaba diversificar las fuentes de generación eléctrica y crear un mercado mayorista para reducir el precio de la electricidad. Todo con la intención de incrementar la oferta energética en pro del crecimiento económico del país.
Soberanía y seguridad energética
La estrategia buscó implementar nuevas normas de gobierno corporativo para promover una gestión eficiente en Pemex y CFE. Asimismo, se buscó aumentar la producción de gas y petróleo (y con ello las reservas nacionales) e intentó transformar la matriz energética incorporando proyectos de generación de electricidad renovables. También consolidó a la Comisión Nacional de Hidrocarburos y la Comisión Reguladora de Energía como órganos reguladores, y propuso cambios en las contribuciones fiscales de Pemex que llevó al establecimiento del Derecho de Utilidad Compartida. Indudablemente, el sector privado representaba una pieza importante para el logro de estos fines.
Si bien algunos objetivos de la reforma se alcanzaron, en mi opinión tenemos que reconocer que, 10 años después de su entrada en vigor, nuestra industria energética sigue transformándose. De hecho, la estrategia del presidente López Obrador, para afrontar los desafíos que no se lograron resolver, cambió. Entre estos desafíos estaban el manejo del nivel de endeudamiento y la procuración de finanzas sanas tanto para Pemex, como para CFE. En este sentido, la administración federal inyectó capital a Pemex, hizo grandes inversiones, propuso modificar la Ley de Hidrocarburos y le dio exenciones fiscales. Mientras que, para apoyar a la CFE se presentó una reforma que priorizaba el despacho de energía de la empresa estatal.
Durante la administración federal anterior, la política energética privilegió más la “autosuficiencia” y menos la apertura al mercado. Muestra de esto fueron las cancelaciones de las rondas petroleras y de las subastas de energía eléctrica, lo que llevo a que Pemex y CFE fueran recuperando su posición preponderante dentro del sector energético nacional. Sin embargo, esta estrategia abrió otros frentes, ya que Estados Unidos y Canadá iniciaron un proceso de arbitraje argumentando que esto obstaculizaba la competencia y no cumplía con los compromisos del T-MEC.
Bajo esas circunstancias, empezamos a escuchar y a hablar cada vez más del concepto de soberanía y seguridad energética. Conceptos que ciertamente, en mi opinión, resultan ser muy diferentes. El primero sin duda tiene un carácter más conceptual, arraigado en el imaginario colectivo y que poco tiene que ver con lo que ocurre en el mercado. La idea de que los hidrocarburos (y en general los recursos naturales) son propiedad de México aparecía incluso en la reforma de 2014, pero tomó un nuevo impulso en el gobierno del presidente López Obrador. El segundo implica la capacidad de mantener una oferta de energéticos (confiable, barata y suficiente) que satisfaga los requerimientos sociales y de toda actividad económica en el corto y mediano plazo. Lograr esta seguridad energética, a mi juicio, es y seguirá siendo un gran pendiente para nuestro país.
Y es que la seguridad energética plantea un sin número de temas en los que hay que reflexionar. Entre ellos podemos mencionar: 1) la ampliación de nuestra red de transmisión y, paralelamente, el mantenimiento de la red de distribución eléctrica, 2) la importación más barata de gas natural desde los Estados Unidos para el uso de la industria, 3) el rezago en términos de almacenamiento de hidrocarburos, 4) la participación de los proyectos renovables en nuestra matriz energética, 5) el creciente mercado de la electromovilidad y apertura a la generación distribuida, entre otros.
Ahora bien, este ejercicio de reflexión nos lleva a tratar de responder preguntas como: ¿Cuáles serían los proyectos prioritarios? ¿Podemos mantener nuestra oferta de energéticos con recursos internos o estamos dispuestos a voltear al exterior? ¿Hay cabida para la inversión privada en los proyectos de energía? ¿Cuál sería el mejor modelo de inversión? ¿El gobierno federal deberá seguir apoyando a Pemex y CFE? ¿Cuál sería el origen de los recursos, en términos presupuestarios, para atender estas necesidades? ¿Soberanía o seguridad energética?
El Plan Nacional de Energía que presentó el nuevo gobierno de México, hace unas semanas, se compromete a fortalecer nuestra capacidad de generar y satisfacer la demanda interna de energía y, al mismo tiempo, da continuidad al concepto de soberanía energética. Asimismo, busca no incrementar los precios y tarifas energéticas (en términos reales). Pero lo que para mí son buenas noticias es que se abren las puertas a la participación privada (dentro del marco de las nuevas reformas constitucionales) y se pretende impulsar la oferta vía energías limpias.
No obstante, pese a este aparente cambio en la política energética, la aprobación de las recientes reformas constitucionales no resolverá, según algunos participantes del mercado, algunos problemas históricos. Por ejemplo, la decisión de absorber a ciertos organismos autónomos dentro de la administración pública federal (particularmente en la Secretaría de Energía) aún genera opiniones divididas. A mi juicio, podríamos esperar buenos resultados siempre y cuando este proceso fortalezca el marco regulatorio de la industria; no obstante, hoy en día sigue la incertidumbre.
Otro par de asuntos, que generan discusión y podemos mencionar, son: el apoyo a Pemex y la inversión en el almacenamiento de hidrocarburos. En el caso de la petrolera, aunque los últimos cambios fiscales que simplifican y consolidan los derechos que paga, así como las exenciones que se le otorgan, son de cierta ayuda; creo que se necesita un régimen fiscal que pueda despertar interés y hacer viables muchos proyectos. Sobre el tema del almacenamiento de hidrocarburos podemos decir lo siguiente. Bajo condiciones de escasez de combustibles, Perú cuenta con 60 días de reservas y Estados Unidos de 3 meses, pero nosotros (según los expertos) tendríamos sólo para 5 días. La inversión en almacenamiento, además de abonar a nuestra seguridad energética, podría generar beneficios sobre los precios, ya que podría ofrecer soluciones a la complicada logística de distribución de combustibles en nuestro país.
En conclusión, y pese a las diferencias que podemos tener en temas específicos de la industria, creo que todos coincidimos en que la competitividad y el crecimiento de México, en los próximos años, está inevitablemente apalancada en la industria energética. Cualquier estrategia debe, a mi juicio, estar enfocada a atender la creciente demanda de energía y a evitar cualquier prejuicio “binario” con relación a la generación de energía. Por ejemplo, no tenemos que decidir entre el uso exclusivo de combustibles fósiles o energías renovables; o entre solo la inversión pública o la privada. En ambos casos, estoy seguro de que debe existir una combinación eficiente y rentable.
En el caso de la inversión pública y privada, si somos capaces de establecer una combinación eficiente y rentable (social, económica y ambientalmente), podríamos aligerar la carga presupuestal sobre el erario de la federación para los próximos años. Tal vez esta combinación requiera el desarrollo de un nuevo modelo de inversión basado en el diseño de mecanismos de asociación público-privada.
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Nota del editor: Roberto Ballinez es Director Ejecutivo Sr. de Finanzas Públicas e Infraestructura de HR Ratings. Síguelo en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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