OPINIÓN: La advertencia seria que Obama le hizo a Trump
Nota del editor: Julian Zelizer es profesor de Historia y Asuntos Públicos en la Universidad de Princeton. Escribió el libro The Fierce Urgency of Now: Lyndon Johnson, Congress, and the Battle for the Great Society . También es conductor del podcast Politics & Polls. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas de su autor.
(CNN) — En una conversación con David Letterman, en su nuevo programa de Netflix, el expresidente de Estados Unidos, Barack Obama, hizo una advertencia seria para el actual comandante en jefe: "Una de las cosas que Michelle descubrió, en cierto sentido más pronto que yo, fue que parte de tu capacidad para dirigir al país no tiene qué ver con la legislación, no tiene que ver con los reglamentos, tiene que ver con dar forma a las actitudes, con moldear la cultura, con incrementar la concientización". Aunque Obama dudó mucho en hacer comentarios directos sobre Donald Trump, el mensaje fue claro.
Esto ocurrió luego de que se diera a conocer la noticia inquietante sobre una reunión privada con los legisladores en la Casa Blanca, en la que Trump se refirió a los países africanos como "países de mierda". Trump negó haber dicho esto en Twitter y dos legisladores republicanos dijeron que no se acordaban. Uno de los asistentes, Richard Durbin, legislador demócrata por Illinois, respondió que Trump sí usó esa palabra y dijo que las cosas habían estado "llenas de odio, viles y racistas". Un republicano, el senador Lindsey Graham, representante de Carolina del Sur, dijo que agradecía la declaración de Durbin… y cuestionó los comentarios de Trump.
nullSería un error restarle importancia a los comentarios por considerarlos una "distracción" porque con Trump, son el acto principal. Su retórica da a entender al país y al mundo cuáles son los valores que más atesoramos y en los que se inspirará el país en 2018.
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Como vimos una vez más, Trump está dispuesto a usar palabras de mal gusto y llenas de odio en público y en eventos formales como no habíamos visto en la era contemporánea, o al menos no de parte de presidentes que actuaban de la forma que esperábamos. Ciertamente los estadounidenses entienden que sus presidentes son seres humanos y que pueden hablar coloquialmente cuando están en privado. Maldicen, gritan, vociferan y a veces dicen cosas crueles.
Mientras hablaba con un asesor militar, Lyndon Johnson dijo que Vietnam era un "paisucho insignificante" y se lo puede escuchar pronunciando palabras racistas en algunas conversaciones telefónicas. El arquitecto de la Ley de garantías individuales de 1964 y de la Ley sobre el derecho al voto de 1965 no dudaba en usar la palabra con "n" cuando hablaba con gente del sur de Estados Unidos o cuando comparaba a los afroestadounidenses con niños malagradecidos tras los disturbios de 1965 y 1967.
Tras los disturbios de Watts, en 1965, Johnson se quejó con el presidente del Sindicato de Trabajadores Metalúrgicos que los afroestadounidenses tenían que aprender que "tienen obligaciones, así como derechos", que tenían que ser más "responsables". Gran parte de sus conversaciones cotidianas no serían aptas para niños.
Los baby boomers seguramente recuerdan lo desconcertados que estuvieron cuando se enteraron, durante la investigación del escándalo del Watergate, que en las transcripciones de las grabaciones de la Casa Blanca, el entonces presidente Nixon maldecía, insultaba a sus enemigos y usaba lenguaje antisemita tras puertas cerradas. Nixon llamaba "el niño judío" a Henry Kissinger.
Las groserías en la Casa Blanca no terminaron allí. Fue muy sonado el caso en el que Jimmy Carter le dijo a un grupo de legisladores, hablando de la candidatura del entonces senador Ted Kennedy en su contra en las elecciones primarias, que "le patearía el culo"; también eran famosas las diatribas llenas de insultos de Bill Clinton en sus reuniones privadas.
Pero incluso después de las famosas transcripciones de las groserías borradas de la investigación de Nixon, el pueblo esperaba que los presidentes mostraran cierto grado de decoro en sus eventos públicos y políticos formales y evitaran usar palabras altisonantes. Obviamente, atrapamos a algunos presidentes maldiciendo con el micrófono encendido (como cuando escuchamos a George W. Bush decir que el reportero Adam Clymer era un "pendejo de ligas mayores"), pero esos casos son la excepción.
Muchos estadounidenses también esperaban que los presidentes dejaran de usar el lenguaje despectivo que se había escuchado en las grabaciones de las conversaciones de la Casa Blanca en la década de 1960 y principios de la de 1970, que fue la lección que aprendimos de la controversia de las groserías borradas. Ser presidencial significaba dejar de usar estas palabras en público e incluso en privado, dentro de lo razonable, como consecuencia de los movimientos feminista y por los derechos civiles.
Esta presidencia no ha estado a la altura de las expectativas. El problema no es que Trump use groserías, sino las palabras que escogió y el contexto en el que las pronunció.
Se dice que Trump, quien inició su campaña diciendo que los inmigrantes mexicanos son violadores y delincuentes, dijo que todos los haitianos "tienen sida" (la Casa Blanca lo niega) y que los nigerianos "viven en chozas". Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes, dijo que los comentarios de Trump sobre que el juez federal, Gonzalo Curiel, debería recusarse de la demanda contra la Universidad Trump por su ascendencia mexicana, eran "el ejemplo clásico de un comentario racista". Los comentarios de Trump sobre los musulmanes en Estados Unidos y en todo el mundo, con los que los pinta eternamente como gente peligrosa y hostil, son demasiados como para enumerarlos en un artículo.
Trump ha hecho comentarios despectivos sobre las mujeres una y otra vez, ya sea sobre Rosie O'Donnell, Hillary Clinton o Mika Brzezinski. Su negativa a tomar represalias serias contra los nazis de Charlottesville (cuando dijo que "ambas partes" tenían la culpa) fue un acto poderoso, cargado con insinuaciones raciales que surgen de una historia larga y polémica de acusaciones de racismo en su contra.
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Trump insiste en llamar "Pocahontas" a la senadora Elizabeth Warren y ha atacado a los jugadores de futbol americano que protestan contra la violencia policial contra los afroestadounidenses. Poco después de que los puertorriqueños sufrieron las consecuencias de un huracán devastador, su instinto le indicó que tuiteara que los habitantes de la isla "quieren que hagan todo por ellos, cuando debería ser un esfuerzo comunitario". Ni hablar de compasión.
Apenas en agosto, retuiteó un meme en el que se lo ve "eclipsando" al expresidente Barack Obama y compartió una publicación de un usuario de Twitter que contenía comentarios antisemitas. A mucha gente no le gustó este acto de parte de una persona que se hizo de fama política poniendo en duda el lugar de nacimiento del primer presidente afroestadounidense.
Como argumentó David Leonhardt en su perturbador catálogo sobre los muchos antecedentes racistas de Trump en el New York Times, "ha retuiteado las publicaciones de nacionalistas blancos sin disculparse. Critica frecuentemente a afroestadounidenses prominentes por ser antipatriotas, malagradecidos e irrespetuosos. Dijo que algunas de las personas que marcharon al lado de los supremacistas blancos en Charlottesville, en agosto pasado, son 'personas muy finas'. No pierde tiempo en señalar los delitos cometidos por personas de piel oscura y a menudo exagera o miente al respecto".
Lo que se espera es que los presidentes eleven nuestro discurso nacional, no que lo corrompan, como ocurre con Donald Trump, quien ha bombardeado al país con un grado de retórica vil que el país nunca había visto. Que use groserías es una parte minúscula del problema. No ha habido ningún ángel en el Despacho Oval. Si las groserías fueran el único problema, la respuesta no habría sido tan explosiva y sus actos no habrían sido tan excepcionales.
Mucho más preocupante es la clase de invectiva llena de odio que estas groserías, surgidas de un sentimiento racista y localista, dirigen contra los grupos sociales a los que Trump ha atacado repetidamente. Al usar esta clase de lenguaje, Trump se ha mostrado "poco presidencial" porque ha dejado que las palabras y las ideas de grupos extremistas reaccionarios que defienden la desigualdad social y promueven el odio lleguen a los niveles más altos del poder.
Esto ha ocurrido tantas veces desde la campaña de 2016 que es casi imposible restarles importancia por considerarlos errores o aberraciones. Incluso si Trump sigue negando las palabras que usó en esta reunión en particular, hay una larga lista de declaraciones agresivas que salen directamente del universo de la extrema derecha.
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En 2018, hacer eco de cualquier cosa que estos grupos digan debería ser poco presidencial por definición. El trabajo de un presidente es combatir a estos elementos de la sociedad, aunque sean cercanos a su propia coalición política, para seguir siendo ejemplo del rumbo que el país debería seguir.
Como la obsesión con su " aptitud mental " ha sido tan grande, es esencial evitar que esa conversación minimice las palabras que ha usado deliberadamente para encender las tensiones sociales y para alimentar la ira irracional, para cumplir su promesa populista al dirigir la ira hacia ciertos grupos en vez de ofrecer ayuda económica.
La retórica de Trump también es poco presidencial porque está dispuesto a hacer y decir cosas graves, que conllevan grandes riesgos para el país, con una intención determinada y peligrosa. Esto queda más que claro con sus tuits sobre Corea del Norte.
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Parte de la labor de un presidente, particularmente de un presidente bueno, es reflexionar en todo momento y actuar con una precaución extraordinaria basándose en la consciencia de que cada declaración puede tener consecuencias muy graves e incluso letales. La mayoría de los presidentes saben esto cuando asumen el cargo y el resto lo aprende muy pronto al enfrentarse a las realidades de gobernar.
Es obvio que muchos presidentes han estado dispuestos a dejarse llevar por su instinto y a salirse del guion. Esto puede tener consecuencias buenas. Pero en este caso es diferente. Aquí hablamos de un presidente que aparentemente se comporta así la mayor parte del tiempo, a menos que lo obliguen a contenerse porque las cámaras están grabando o porque es una conversación preparada con los legisladores; un presidente que carece del más mínimo respeto por la institución que controla y que no se toma en serio las normas.
No se dice que Donald Trump no está comportándose como presidente con la intención de idealizar lo que hemos visto en presidentes anteriores, sino de hacerlo responsable de rebasar por mucho los límites de la conducta presidencial.
El peligro mayor es que si toleramos la conducta de Trump en la presidencia, la opinión pública llegará a la conclusión de que lo que dice y lo que hace es presidencial.
Es vital que los miembros de ambos partidos reconozcan lo que ven cuando lo vean y que eviten normalizar esta clase de contravenciones imprudentes de la historia presidencial. Si la clase política y la opinión pública empiezan a minimizar estos momentos por considerarlos que "es Trump siendo Trump" o que "no es nada peor de lo que hayamos visto", bajaremos el parámetro tanto que será imposible reparar la presidencia.
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