OPINIÓN: El nuevo retrato de Obama, la soledad de un presidente
Nota del editor: Kate Maltby es conductora y columnista en Reino Unido sobre temas de cultura y política, es además crítica de teatro para The Times of London. Cursa un doctorado en literatura renacentista, y se doctoró en un programa colaborativo entre la Universidad de Yale y University College London. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas de su autor.
(CNN) — La National Portrait Gallery del Instituto Smithsonian presentó el lunes el retrato oficial del presidente Barack Obama y el de la exprimera dama Michelle Obama. ¿Pero cuál Obama aparece en la pintura?
En 2010, los editores de la revista Economist eligieron titular una reseña del libro de Bob Woodward, Obama's Wars, con el siguiente encabezado: "La soledad del presidente Obama". Para algunos entusiastas de Obama, era una referencia desafortunada. Bajo el prisma del “Yes, we can” (Sí se puede) de sendas campañas electorales, Obama era el comunicador máximo, aparentemente más feliz entre la multitud.
Ya en el cargo, sin embargo, parecía distante. De hecho, en un ensayo muy leído publicado por The Atlantic en 2012, el columnista James Fallows popularizó la opinión de Walter Mondale sobre la supuesta reputación injusta de Obama como "distante y tímido". (La revista se burlaría más tarde de este estereotipo mediático del presidente con el siguiente titular "Una breve historia del presidente Obama sin amigos").
Elegido con el mayor número de votos emitidos para un presidente estadounidense, Obama claramente estableció nuevos récords de popularidad presidencial. Pero la carga de la responsabilidad siempre termina por convertir al aludido en una casta donde solo hay uno. Etiquetado como "intelectual" o "elitista", ambos términos aplicados a Obama en algún momento, la cima es un lugar solitario.
El presidente que vemos en la pintura de Kehinde Wiley es el presidente solitario. Aparentemente, en el contexto de la imagen, las cosas parecen lo contrario. El follaje detrás de él rebosa de vida. Las flores en el fondo, como explicó Wiley en la presentación del cuadro, representan las diversas comunidades de las que Obama saca fuerza: los lirios azules de Kenia; el jazmín de Hawaii; los crisantemos de Chicago.
Pero el presidente parece habitar un universo distinto a ese telón de fondo. Obama se inclina hacia adelante, con el ceño ligeramente fruncido mientras parece sopesar una nueva tarea intelectual, su traje impecable, intacto a pesar de la caótica vida silvestre que lo rodea. La silla parece flotar entre las hojas, sin sujeción a la geometría del paisaje.
Barack Obama podría haberse lanzado en paracaídas desde la Oficina Oval en esta silla antigua de madera, no es exactamente un mueble de jardín. El verdor de fondo nos muestra la vitalidad y la conectividad global de Obama, pero el hombre todavía se siente atrapado en su escritorio.
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En su larga trayectoria Wiley se ha ganado la aclamación por reafirmar el lugar de los hombres afroamericanos en marcos artísticos generalmente reservados para la realeza europea. ¿Qué mejor tema para coronar ese logro que el primer presidente afroamericano?
Obama muestra la autoridad de la monarquía aquí, pero también se instala en una tradición patricia de políticos en el apogeo de su éxito. Me recordó al retrato de Winston Churchill hecho por Graham Sutherland en 1954. Sutherland pretendía que Churchill evocara el monumento a Abraham Lincoln (otro de los modelos conscientes de Obama), con las rodillas firmemente separadas, con autoridad, desafiando al espectador.
Churchill odiaba el retrato y su esposa finalmente lo destruyó. Su hijo explicó que el problema era que el líder británico tenía una expresión de "desencanto". Como Obama sin duda estaría de acuerdo, no es fácil ser un ícono.
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No sabemos qué opina Michelle Obama de este retrato, y a diferencia de Clementine Churchill tal vez no tenga la oportunidad de destruirlo. Como señala Jo Livingstone en The New Republic, el estilo del retrato de Michelle desentona con el de su marido.
El rostro de Barack, en la pintura de Wiley, es un estudio de sombras y colores, mientras que la monocromía del rostro de Michelle le da un aspecto plano, obra de la artista Amy Sherald. Sin embargo, la gracia imponente de su apariencia engancha al espectador, una celebración digna de la belleza femenina afroamericana.
Quizás estos estilos choquen, pero los dos retratos no se exhibirán uno junto al otro. El retrato del presidente estará en exhibición permanente en el segundo piso de la galería; mientras que el de la primera dama colgará en un corredor solo hasta noviembre.
Ambos retratos son un recordatorio de una progresiva fantasía vivida y luego perdida. De manera poco convencional, es el retrato del presidente el que capta esa fragilidad más que el de su esposa. La floración en el cuadro de Wiley es un estallido de promesa. Lo mismo que la elección de Obama. Es difícil no ver el contraste con la expresión seria de Obama a través del prisma de la elección de Donald Trump y el repentino aplazamiento de esa promesa.
Pero dudo que el retrato de Obama esté solitario por mucho tiempo. La imagen de Wiley se erige como un testimonio de esa promesa, y la continua popularidad de Obama será medida por las multitudes que acudan a verlo en el Smithsonian. El cuadragésimo cuarto presidente tal vez esté aislado en su trono, pero apuesto a que aún puede atraer a una multitud.
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