OPINIÓN: Cuando rompí el silencio al que estaban sometidas cientos de mujeres
Nota del editor: Swanee Hunt, exembajadora de EU ante Austria, es la fundadora del Programa “Women and Public Policy” en la Facultad de Gobierno Kennedy de la Universidad de Harvard y de “Seismic Shift”, una iniciativa dedicada a aumentar el número de mujeres en cargos públicos elevados. También es la autora de Rwandan Women Rising. Las opiniones expresadas en la columna son propias de la autora.
(CNN) - La historia solo puede contarse con anécdotas. Les traigo algunas propias.
El propósito de compartir estos relatos, en particular durante el Mes de la Historia de la Mujer, es mostrar que las mujeres, como los hombres, pueden comenzar como novatas ineptas y convertirse en líderes competentes. Para mí, eso ha significado perder el equilibrio y perderme en el camino. En ocasiones, he flotado grácilmente en un grand jeté (un salto de baile), luego he corrido los últimos kilómetros de una maratón. Pero la mayor parte del tiempo he caminado lentamente, a menudo a los tumbos, luego me sostuve y seguí mi viaje.
En las últimas cuatro décadas, me he cruzado (dulces) admiradores y, (lo más importante), críticos. He sido bendecida con instructores pacientes, y otros no tanto. Me han enseñado difíciles lecciones: expándete, habla por los demás, no des nada por sentado, afirma lo obvio, escucha y aprende, lo mismo de siempre. Como su alumna, sigo desenterrando una formula simple para un mundo complejo.
Podría envolver mis anécdotas en autocrítica, restando importancia a mis logros del modo en que estamos entrenadas para hacerlo las mujeres. O bien, podría solo contarles sobre esos logros, con todos los tropiezos, el coraje y la gloria -como lo harían los hombres-con la esperanza de deleitarlos.
En 1993, salí al escenario mundial como la embajadora estadounidense del presidente Bill Clinton ante Austria. Llevé conmigo mi feminismo -no como lo había hecho en los primeros años, buscando la forma de elevar a las mujeres por el solo hecho de ser mujeres– sino esta vez para poner freno a una guerra, estabilizar una región económica herida, y acercar a la mastodóntica institución diplomática a la justicia de género.
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Creía, y todavía lo creo, que tener mujeres en múltiples posiciones de liderazgo afectaría la desolación de inimaginables genocidios, el colapso de los estados poscomunistas y la osificación del tentacular Departamento de Estado. Sin embargo, como lo había hecho mi defensora Hillary Clinton, me contuve de abogar por las mujeres hasta haber establecido la bona fides (buena fe) central de mi descripción laboral. Como embajadora, me encargaron cultivar relaciones políticas. Necesitaba apoyar una estrategia regional sostenible y hacer progresar la expansión de la OTAN. Sin experiencia en política exterior, eso significó expandir significativamente mis horizontes.
Sin embargo, esa certeza era deformada por la desintegración poscomunista de la vecina Yugoslavia. Decenas de miles de refugiados ingresaban continuamente a Austria, huyendo del terror, las violaciones, las masacres y el hambre extremo.
En la época de la guerra bosnia, descubrí que las mujeres habían conformado decenas de grupos locales interétnicos, en su mayor esfuerzo por proteger a sus comunidades y enfrentarse a un mal aterrador. En una habitación fría y húmeda, a veces encendida con el resplandor escalofriante de las velas y los encendedores, me conecté con Zena 21 , la Unión de Organizaciones de Mujeres. Yo era su única conexión con los legisladores estadounidenses y podría haber canalizado su influencia.
No solo tenía acceso a la embajada de EU en Sarajevo, sino también en Washington a las autoridades de la CIA, los Departamentos de Defensa, de Estado y al Salón Oval, pero no logré usar mis conexiones para amplificar su mensaje: esta no era una guerra religiosa ni étnica como creían los extranjeros. Era una toma de poder, insistían ellas, por el presidente Slobodan Milosevic, de Serbia, y debíamos detenerlo. Sus voces nunca sobrevivieron a las explosiones y a los disparos de francotiradores, y casi 100,000 personas murieron antes de que Estados Unidos lanzara las bombas que detuvieron la matanza.
Después de fallarles a esas buenas, valerosas -e ignoradas- mujeres, me comprometí conmigo misma a tomar la iniciativa de hablar por quienes no tienen voz. En su momento, viajé por Europa central y oriental, escuchando a las mujeres desestabilizadas por la pérdida del estatus y el apoyo generados por la caída de la Unión Soviética. Comencé a traer delegaciones de la región; los elegantes sofás de seda de la residencia consular se cubrieron de rotafolios mientras ellas trazaban planes para impulsarse al liderazgo las unas a las otras.
Hacia 1997, cuando mi cargo diplomático se iba terminando, había recibido a unas 1,000 mujeres, en sus propios países o en mi casa. Fuera de esos encuentros, seleccionamos a 320 de 39 naciones para “Voces vitales: mujeres en democracia” –un encuentro de tres días de “Oriente se reúne con Occidente”, con la apertura de la primera dama (para entonces una buena amiga), concentrado en empoderar a las mujeres en las esferas política, judicial y económica.
Muchos en el Departamento de Estado aplaudieron la idea, pero otros se mostraron consternados de que excediera flagrantemente mis límites (figurativamente, pero también literalmente, dado que los diplomáticos tienen prohibido viajar afuera del país que les fue asignado). Seguí avanzando a pesar de los esfuerzos de algunos funcionarios de alto rango por detenerme. (La primera dama y la Secretaria de Estado Madeleine Albright en el futuro adoptaron Vital Voices como una iniciativa propia de la Casa Blanca y del Departamento de Estado. Luego derivó en una poderosa organización sin fines de lucro que invierte en el liderazgo mundial de las mujeres.
¿Qué les diría a mis detractores? Gracias, caballeros. Ustedes me enseñaron a practicar frente a un espejo, y luego a engañar.
Joseph Nye, de la Escuela de Gobierno Kennedy de Harvard, había tomado nota de mis reuniones, y quizás de mi engaño, también. Nye me invitó a ir a Cambridge para crear el Programa de Política Pública y de la Mujer.
Le dije lo que había aprendido de cientos de horas transcurridas con mujeres de Europa del Este. Ellas son un elemento clave de “poder blando”, el concepto que él propugnaba como pionero, que sostenía que la democracia y la atracción a menudo eran más potentes que las bombas y las balas. “Las voces de las mujeres son una necesidad absoluta”, dije. “Siga esa idea”, él aconsejó.
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Cuando, a pesar de arduos esfuerzos, mi próxima iniciativa -Mujeres que hacen la paz-fue considerada por los de más arriba “demasiado activista” para la universidad (otro momento de fracaso), la llevamos a otro lado. La iniciativa se convirtió en un instituto, radicado en Washington, “Inclusive Security”, con la intención de persuadir a los legisladores a nivel mundial a designar mujeres en posiciones clave a fin de poner freno al conflicto violento. Si bien he hablado en Harvard durante 20 años, mi derrota temprana me forzó a rediseñar mi trabajo y jugarme con estrategias no probadas.
Se estaba gestando otra lección. Entre otros países con ciudades en guerra, me involucré con Liberia, arrasada por una espantosa guerra civil de 14 años que terminó solo después de la intervención de valerosas mujeres locales (registrado en Gini Reticker y Abby Disney en un documental “Pray the Devil Back to Hell”). La presidenta Ellen Johnson Sirleaf, que asumió el poder al final de una sangrienta guerra, me instó a visitar la destruida Monrovia (la capital) para ayudar a resucitar la moribunda trama de la sociedad civil del país. Acepté una invitación a hablar en la entonces recientemente reinaugurada Universidad de Liberia, un imán de progreso en África Occidental, que entrenaba a la próxima generación de líderes. Pero ¿dónde estaban las mujeres?
¿Eran un pequeño grupo de la población? No. ¿Menos calificadas? No. ¿Abrumadas de otras responsabilidades? No. Finalmente, el canciller me explicó que la universidad no tenía baños. Algo que no frenaba a los hombres, pero sí a las mujeres.
Lo que pensé en su momento: no dar nada por sentado.
Avanzo rápidamente. He trabajado en más de 60 países y tengo anécdotas de mujeres magníficas de cada uno: Afganistán, China, Colombia, Guatemala, Kenya, Corea, Kosovo, México, Ruanda, Sudáfrica y tantos otros. Una de mis anécdotas preferidas es cuando el alcalde de Bogotá, Colombia, declaró una Noche de la Mujer. Mientras las mujeres bailaban en las calles, los hombres tenían instrucciones de quedarse en casa y atender a los hijos. El relato tiene una exquisita textura, pero un final predecible. Esa noche, no hubo violaciones, no hubo robos, no hubo peleas.
Hermanas, no lo pensemos demasiado: reclamemos lo obvio.
En Estados Unidos somos tristemente desconocedoras de nuestro lamentable puesto en los índices mundiales sobre género. Nuestro país necesita un empujón mucho más que otros tantos. Pero incluso esto está cambiando. Nuestra Ley de la mujer, la paz y la seguridad de 2017 ordena que Estados Unidos integre a las mujeres en todos los aspectos para poner freno a los conflictos. Las Marchas de la Mujer, el movimiento #MeToo , el tsunami de mujeres en las elecciones de noviembre pasado: todo indica un movimiento tectónico que sacude nuestra cultura.
Así y todo, las sabias mujeres del exterior tienen incontables lecciones para enseñarnos. Escuchemos y aprendamos, luego, fortalecidas con su sabiduría, actuemos.
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(Traducción de Mariana Campos)