¿Cómo un país, que a inicios del siglo XX se caracterizó por ostentar niveles de vida similares a los de las naciones desarrolladas, pudo terminar 100 años después en la peor crisis de su historia? La debacle argentina no debe estudiarse únicamente como un ejercicio académico. Los impactos sociales de la misma han sido lo suficientemente profundos como para repensar, no solo las estrategias de desarrollo, sino también evaluar, una vez más, la arquitectura financiera internacional, así como la consistencia de las políticas económicas que implementan los países.
La verdad es que Argentina jamás se recuperó de la crisis de principios de siglo. Nunca se pudo levantar y volver a ser lo que alguna vez fue: el país con el mejor estándar de vida de América Latina. Lo que sucedió fue que las personas se fueron adaptando y aceptando la nueva realidad. Lo que una vez fue una fuerte clase media se transformó en los nuevos pobres que fueron a engrosar las filas de pobre preexistentes.
Para poner un freno al problema de la inflación, el gobierno de Cristina Kirchner siguió el ejemplo de Venezuela, redoblar los controles sobre la economía. A partir de 2011 estableció un sistema que hizo casi imposible comprar dólares para los ciudadanos, llamado popularmente "cepo cambiario". Entre otras cosas, prohibió la compra de dólares para atesoramiento y estableció un cobro del 35% para las compras con tarjeta de crédito en el exterior.
Desde su implementación, las reservas internacionales cayeron más de 20,000 millones de dólares, hasta su nivel más bajo en siete años. Además, se disparó el precio del mercado de divisas paralelo, cuya brecha con el oficial llegó en su momento al 100%. Esto obligó al gobierno a acelerar el ritmo de devaluación.
Las reformas en el mercado laboral implementadas durante la primera mitad de los ’90 no introdujeron suficiente flexibilidad para permitir a la economía ajustar ante los shocks. Los síntomas se hacen cada vez más evidentes: medidas arbitrarias del gobierno argentino para frenar la fuga de capitales, incluyendo obligar a exportadores e inversionistas a repatriar fondos en dólares, trabas y controles a las importaciones, y una de las más originales: prohibir la importación de libros bajo pretextos medioambientales.