La perspectiva externa -en un continente acostumbrado a invocar los maleficios del fraude cuando los resultados no son los esperados- conduce a ver el tránsito del oficialismo a la oposición con talante positivo y a indagar, más bien, en las benditas anomalías de la Banda Oriental. Atender a las determinaciones geográficas o la transmisión de militancias por parentesco quizá ayude a sobreponerse al sentimiento de extrañeza.
Ezequiel Martínez Estrada -ilustre intelectual argentino y universal- pensó las diferencias entre los países de América Latina a partir de consideraciones que denominó antropogeográficas: Entendía que las cepas de la barbarie y de la civilización tenían como substrato la relación del ser humano con el paisaje. Estrada alejó los estudios regionales del lirismo y abrió horizontes prosaicos al tratar la influencia del relieve en lo psíquico, las materias primas en los sistemas de explotación o las condiciones meteorológicas en la vida social. Es destacable que al referirse a Uruguay su análisis adquiriese tono de admiración: “ha sido desde su independencia (1830) el único país de América que ha tenido conciencia de la libertad política”. Publicó su reflexión 11 años antes del golpe militar de 1973, pero tuvo razón al pensar que el trasfondo republicano-democrático del Uruguay siempre resistiría, aunque pagase por ello un alto precio.
La penillanura uruguaya explica múltiples cuestiones que van desde el desarrollo de la industria agropecuaria a los motivos tácticos que obligaron a su guerrilla de origen cañero a hacerse urbana. También tuvo traducción geopolítica directa: Uruguay como planicie organizada disuadía las ensoñaciones imperiales de porteños y brasileños (carta de estabilidad/neutralidad que supo jugar en la etapa contemporánea dentro de las estructuras de Mercosur). Para su invención como estado resultó determinante la diplomacia inglesa y el mejor narrador de esa historia conservada en los archivos del Foreign Office fue Luis Alberto de Herrera; sostuvo que el nacimiento de Uruguay respondía más al talento de Lord Ponsonby que al ejemplo del libertador Artigas.
Herrera acusado de nazi por sus adversarios desafió los límites de la comunidad imaginada y fue el teórico-caudillista más relevante del partido Blanco en la primera mitad del siglo XX. Jorge Abelardo Ramos -desde las antípodas ideológicas- recuerda que Herrera escribió la apología más asombrosa del Imperio Británico fuera de Inglaterra y que tomó decisiones arriesgadas: se opuso a la instalación de bases militares extranjeras en el Río de la Plata, se negó a enviar tropas a la guerra de Corea como le exigían los Estados Unidos y fue el único amigo declarado de Perón en el Uruguay liberal. Herrera tuvo un nieto que llegó a ser presidente y ahora su bisnieto, Luis Alberto Lacalle Pou, será el próximo presidente de la República.
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Rastrear el árbol genealógico del poder permite dar cuenta de las herencias programáticas, evidencia discontinuidades generacionales y sitúa linajes de autoridad/legitimidad. La antropología del parentesco aplicada a la clase política fascina tanto a derecha como a izquierda (pienso en apellidos como Sendic, Arismendi o Michelini) e incorpora una doble dimensión edípica: Da sentido a la muerte del padre -metafórica o real- mientras resuelve en retrospectiva los enigmas de la historia. La desaparición familiar de la primera línea de acción tiene distintas causas que pueden ir desde la jubilación en las familias “patricias” a la voluntad de ocupar el espacio dejado por una ausencia forzada. Tomar el testigo favorece la percepción de formalidad en la nostalgia uruguaya y que las subjetividades nacidas de su ejercicio no dinamiten el proyecto compartido de nación.