El Covid-19 (y los virus que vengan después) desnudaron un sistema sanitario público ahogado e insuficiente por falta de inversión. Pronto habremos de saber por qué faltan respiradores (quién iba a pensar que iban a necesitarse), qué naciones los acaparan y cuáles son las pocas empresas que los fabrican, a favor de un mercado sanitario salvaje que opera sin misericordia alguna.
Uno de los países que siguió este modelo de privatización al pie de la letra fue Estados Unidos (¿recuerdan el Obamacare?), ahora el epicentro de la pandemia. A Reino Unido, España e Italia no les fue mejor y millones de trabajadores se despertaron de pronto en el tercer mundo, en lugar del primero.
Esta crisis ha comprobado que la inversión en salud pública gratuita no está sujeta a la discusión política, porque el coronavirus ataca igual a miembros de la realeza, grandes empresarios, ministros y presidentes, que a quien no puede faltar a su trabajo para llevar el pan a su casa. Un virus muy democrático, sin duda.
No hay trabajos de primera, de segunda o de tercera; hay trabajos con seguridad y prestaciones, y trabajos sin ellas. ¿Alguien recuerda a Encarna, la valiente empleada pública de limpieza en Badalona, Cataluña, que es vitoreada por los vecinos confinados en sus edificios, mientras sigue barriendo las calles? Resulta que, gracias a la emergencia del coronavirus, de pronto aparecieron miles de personas sin las cuales no podríamos vivir una semana.
También de pronto pudimos ver que cajeros, empleadas domésticas, trabajadores eventuales, repartidores de comida, choferes de aplicación y un amplio etcétera de trabajadores por cuenta propia, son indispensables para la economía mundial, a pesar de que solo tienen seguro el sustento del día.