En mi caso, era difícil definir en qué etapa de la enfermedad estaba. La baja carga viral y la falta de síntomas podrían ser reflejo del principio o del fin del padecimiento, cada escenario con implicaciones diferentes para el parto. Así que me mandaron a realizar una serie de estudios de sangre y una tomografía de tórax para descartar señales de deterioro en mi cuerpo.
Todo salió normal, así que la recomendación de los doctores que analizaron mi caso (un ginecólogo, un internista, un infectólogo y un neonatólogo) fue permanecer en reposo apostando a que la prueba saliera negativa antes de que naciera la bebé. Tres semanas y cuarto pruebas después, así fue.
¿En dónde me contagié? Imposible saberlo a ciencia cierta. A pesar de llevar una cuarentena relativamente estricta desde mediados de marzo, por causas de fuerza mayor tuve contacto con dos personas que tuvieron COVID-19. Sin embargo, el día que me hice la primera prueba habían pasado 18 días de haberlas visto.
Además, aunque el primero de abril se anunció de forma oficial que las embarazadas no tendríamos que hacer personalmente el trámite de maternidad en el IMSS , la clínica familiar que me corresponde no le recibió los documentos a mi esposo y me hizo acudir dos veces por diferentes burocracias. Más aún, debido a que el escritorio virtual no servía para dar de alta mi CLABE, también tuve que ir al banco.
Más allá de la incertidumbre y la presión de esos días, mi historia tiene un final feliz. Desafortunadamente, hay por lo menos 10,167 familias (al primero de junio) de quienes han fallecido por la COVID-19 que no pueden decir lo mismo. Por ello, las fallas en el sistema de salud y en el manejo de la pandemia cobran suma relevancia.
Primero, la falta de pruebas masivas es muy preocupante en un país que a partir de este mes buscará regresar a la “nueva normalidad”. Si a mí no me hubieran detectado a tiempo, pude haber contagiado a todo el personal de salud que me atendió durante el parto y la hospitalización, así como al resto de pacientes internados.