Hace algunas semanas, el subsecretario Hugo López-Gatell, titular de la Subsecretaría de Prevención y Promoción de la Salud, hizo la sutil declaración: “¿Para qué necesitamos veneno embotellado, el de los refrescos? ¿Para qué necesitamos donas, pastelitos, papitas que traen alimentación tóxica y contaminación ambiental? La obesidad, la diabetes y la hipertensión son enfermedades silenciosas que nos pueden llevar a grandes complicaciones”. Tal aseveración llama la atención, no sólo por su ligereza y su determinismo absoluto, sino por el momento en que se dio, resonando como una justificación en medio de la pésima gestión del gobierno federal ante la pandemia de COVID-19 en el país.
La respuesta de la industria refresquera a través de la Asociación Nacional de Productores de Refrescos y Aguas Carbonatadas (ANPRAC, industria mexicana de bebidas) no se hizo esperar, considerando como “inaudito que un funcionario público federal, con la gran responsabilidad de ser el promotor de la salud en nuestro país, estigmatice a una industria que cumple a cabalidad con todas las normas y regulaciones… colocando a la industria refresquera como un enemigo público a quien responsabilizar ante la crisis sanitaria que enfrenta el país por la pandemia de COVID-19, que ha costado la vida hasta ahora a más de 39,000 mexicanos”, en aquel momento (esa cifra ya roza las 70,000 defunciones, con base en cifras poco confiables).
Esto detonó una serie de reacciones que, al día de hoy, han dejado un muy mal sabor de boca a una industria que se ha caracterizado por la creación de empleos para millones de familias, la inversión en proyectos productivos, que ha atendido su responsabilidad social frente a la comunidad y que, ante todo, brinda una gama de opciones a sus consumidores.
El tratar de satanizar a determinadas industrias o empresas, así como a empresarios, muestra no solamente una incapacidad analítica integral, sino una postura enjuiciadora ante un fenómeno de salud cuya raíz radica realmente en la educación, en la capacidad de elección, en la responsabilidad de los individuos y de los padres de familia sobre sus hijos y en las medidas insuficientes, reactivas más que preventivas, de un sistema de salud claramente superado. En lugar de que la conversación se centrara en la urgente tarea de concientizar, de tener colaboración entre ambas partes (más la sociedad civil), en el diálogo, el gobierno, como ya es costumbre, descalificó sin empacho alguno.
Evidentemente, esto suma a la narrativa antes descrita, pues al desacreditar al “otro” se construye y afianza su mensaje redentor. ¿Cómo se puede tener la calidad moral para hacer señalamientos con tal simpleza cuando es el mismo gobierno el que permite que dentro de la lacerante informalidad se promueva la ilegalidad y el consumo de garnachas y frituras, por ejemplo? ¿Vivimos en realidades ajenas o paralelas? ¿Por qué el empresariado es el malo y lo que va claramente en contra de la ley, lo bueno? No hay una consistencia al juzgar.
Existe un abismo muy peligroso y una contradicción constante, una incongruencia aberrante. Claro, la autocrítica que el gobierno no hace es que gracias a esa “actitud permisiva ante la ley”, se ganan elecciones: son votos que suman a la causa del “líder”, que pagan su cuota y que tiene un arreglo implícito en la maravillosa política informal mexicana.