Algo así es lo que está haciendo Bartlett. Al menos, eso es lo que le está permitiendo hacer la secretaria de Energía Rocío Nahle, quien debería ocuparse de que los hogares y las empresas tengan de electricidad y precios baratos en el largo plazo. Y a la vez, recortar el costo de un subsidio a los hogares cuyo monto de 1.4 billones de pesos en una década sería suficiente, dijo el IMCO, para instalar páneles solares en cada hogar de México.
Son objetivos que en todo el mundo se logran (en México empezábamos a verlo) con mercados eléctricos eficientes. De paso, llegan inversiones y se generan empleos. Desde que la tecnología hace obsoleto el modelo de monopolio, las empresas estatales de todo el mundo se reconvirtieron y se reconvierten –Singapur e Irlanda y China incluidos–por el método por el que crecemos todos en la vida: con mucho dolor.
No es el método de gestión bartlettiano. Ni el que le está pidiendo Nahle. CFE tiene el oído del presidente y no necesita sufrir.
La inapelable lógica
bartlettiana
Podemos ponernos en el lugar del director de CFE, pensar estratégicamente –a un horizonte de seis años– y entender.
Como cualquier político a quien le toca la rifa del tigre y jamás en su vida vio un estado de resultados, analizó los costos, revisó los ingresos, las oportunidades, se tiró de los pelos, hizo que le explicaran varias veces cómo funciona un mercado en el que nunca creyó. Años de desengaños, probablemente, lo llevaron a creer que los monopolios energéticos son una cosa estupenda, quizá porque también disfrutan de sus monopolios sindicales, invencibles ellos (cuando trabajaba para Carlos Salinas de Gortari, Bartlett peleó por la educación contra el sindicato de maestros y estuvo a un paso de cambiar este país para siempre y para bien. Perdió).
Veamos, se dijo. Tengo 100% del mercado de transmisión. 100% del mercado de distribución. 50% del mercado de generación, más 20% adicional controlado por contratos, es decir, 70%.
Ante esta situación decidió hacer lo que haríamos todos si nos dejaran: no reestructurar a la empresa, no enfocarse en los mercados sanos, no pelear algunas medidas paliativas para los golpes que cambios en la regulación contable dieron a su balance (convirtiendo los contratos de productores independencias en deuda, los contratos “leoninos”), no buscar una estrategia de capitalización orientada y apalancada en –soñemos– una salida a bolsa en unos años de una CFE reducida, competitiva y sana y con rectoría del Estado para contribuir el desarrollo de México.
Decidió sabotear el mercado y eliminar a la poca competencia existente y los pocos incentivos existentes para que México genere energías limpias y baratas. Decidió no escuchar a los estados del norte y el sur, de los afines Morena y de los de enfrente, que soñaron con que el sector eléctrico podía ser una palanca de desarrollo. Revisó los contratos de los gasoductos de CFE, y encareció su costo en 6,000 millones de dólares, según la Auditoría Superior de la Federación. Canceló las subastas de renovables. Ahogó sin gas a los proyectos de nuevas plantas que hubieran generado empleos y capacidad de generación para un potencial crecimiento del país. Desatendió los llamados desde el gobierno de Estados Unidos de que se defendiera la seguridad jurídica de los inversionistas. Ahuyentó a cuanto inversionista pensó alguna vez en poner una planta eléctrica.