La precariedad se define como la situación que viven los trabajadores sujetos a condiciones por debajo del límite considerado como normal, especialmente cuando los ingresos económicos que se perciben por el trabajo no cubren las necesidades básicas de una persona.
Es común percibir dicho fenómeno en conversaciones intergeneracionales: nuestros padres o abuelos solían durar más tiempo en un mismo empleo, obtener prestaciones como seguridad social, cajas de ahorro o pensiones, y tener una sola fuente de ingreso que bastaba con satisfacer las necesidades básicas de su hogar.
Hoy, la realidad es distinta. Si bien al cierre de 2020 se mitigó, en parte, el efecto de la crisis sobre el mercado laboral, pues de los más de 12 millones de empleos perdidos en el primer mes de la pandemia, al cierre de 2020 se habían recuperado alrededor de 9 millones.
En los primeros tres meses de 2021 se agregó otro millón de puestos disponibles para la población que trabaja en el país. Las condiciones de empleo, sin embargo, no son las más deseables: en marzo, la recuperación consistió en su totalidad de empleos informales, y en al año que ha transcurrido desde la caída fatal provocada por el COVID-19, 94 de cada 100 trabajadores que han vuelto a salir a la calle y a las empresas (entre mayo 2020 y marzo 2021) lo han hecho sin un vínculo reconocido por la ley que les otorgue esos derechos y prestaciones que, cada vez más, parecen una cosa del pasado.
Hay otro indicador poco observado de la ENOE: la cantidad de trabajadores con condiciones críticas de ocupación. Éste se refiere a aquellas personas que trabajan menos de 35 horas a la semana, que trabajan más de 35 a la semana con ingresos mensuales inferiores al salario mínimo, o que labora más de 48 horas semanales con ingresos inferiores a dos salarios mínimos.