Realmente no resulta sorpresivo que cada llamada a un centro de contacto sea una tortura, ya estamos resignados a ello. Tampoco resulta nada raro que nos moleste que una aplicación en un teléfono no dé la respuesta correcta, o que no funcione la clave que tenemos anotada para que a nosotros mismos no se nos olvide dentro de las decenas de jeroglíficos que tenemos que recordar para poder hacer algo.
Lo que resulta inentendible, es que nadie haya hecho nada al respecto. Como clientes hemos sido obligados a comportarnos como unos anfibios que oscilan entre lo digital, lo telefónico y lo presencial en una aventura que solo resulta frustrante. Hemos perdido por completo el respeto que se nos debe, y pareciera francamente que a nadie le importa.
No me refiero a una industria en particular, sino al sistema como un todo. A la hora de la adquisición, la de la venta, todo es fácil. La atención es personalizada, tiene nombre y apellido, hay seguimiento y persistencia, oferta adecuada a las necesidades y adaptación precisa al perfil del cliente. A la hora de los problemas, en el momento de hacer exigible un derecho o un servicio que ha sido adquirido, parece que ya no hay interés alguno diferente a encontrarle un problema a cada solución.
Es realmente preocupante ver cómo las empresas no han logrado solucionar los más mínimos y simples detalles de servicio al cliente. Algunas han osado inclusive denominar áreas como “experiencia del cliente”, donde lo que diseñan no es otra cosa que una pesadilla: es tan mala la “experiencia” que parece ser diseñada para ser un horror, de una manera que obtener una solución genere las mismas endorfinas que si ocurriera un milagro.
La obsesión por los procesos, los controles, las tarifas, la autenticación han dejado de lado al cliente, para quien hacer exigible la más mínimas de sus prerrogativas es realmente una tortura. La total y absoluta deshumanización del servicio y la prevalencia de sistemas anacrónicos diseñados para todo menos para atender las necesidades de quien da motivo y razón de ser a la empresa.
No sorprende en lo más mínimo que, a propósito de la ley de outsourcing, se descubriera que las áreas de atención al cliente, los denominados “centros de contacto” estaban operados por terceros, maquilas humanas hacinadas en bodegas llenas de hombres y mujeres con salarios tan bajos como su expectativa de desarrollo.
Poco se puede esperar de alguien quien es contratado para brindar una experiencia al cliente, pero que se le pagan salarios cuyo calificativo más halagador es “decente”. Menos esperanza hay cuando en estos centros se mantienen rotaciones de personal de doble dígito, al final de un año casi que nadie celebra su aniversario.
Ya viene siendo hora de que las empresas asuman su responsabilidad por estos modelos de servicio que lejos de mejorar, cada día son peores. Que se enfrenten a generar un diseño empático – compasivo quizás – de su interfaz con el cliente para que, cuando menos, este no se sienta humillado por explicaciones como “es culpa del sistema que está caído” o “en esta línea no atendemos este tipo de reclamos”.