En el contexto del cambio climático, establecer un impuesto (precio) sobre las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) debería tener como fin gravar aquellas actividades económicas que generan este tipo de externalidad negativa. Externalidad que a la postre tendrá que ser reconocida y atendida por el sector público a través del gasto en salud pública, cuidado del medio ambiente, etcétera.
A mi juicio, el impuesto lograría no solo reducir los índices de contaminación, sino también promovería la eficiencia energética y la innovación tecnológica; y aumentaría la recaudación tributaria.
Frente a la crisis ambiental que vivimos, podríamos plantearnos las siguientes preguntas ¿debemos poner un impuesto a la contaminación?, ¿es posible poner un precio a las emisiones de carbono? Y, ¿el precio o impuesto deberá ser global o local?
Sin responder por el momento estas preguntas, recordemos que otro camino planteado a nivel mundial (como alternativa a una política impositiva) es la creación de un mercado de bonos de carbono. De hecho, en la COP26 se discutió la manera sobre cómo regular su funcionamiento. Sin embargo, y pese a los acuerdos alcanzados, surgieron nuevas interrogantes: ¿debe este mercado ser voluntario o regulado? y ¿debe el mercado ser global o local?
Sobre la primera interrogante, debo decir que hoy ya existen las bases técnicas para que ambos tipos de mercado operen. Con relación a la segunda, todo indica que en el futuro se consolidará en un mercado global.
La discusión sobre la creación de un mercado de carbono logró un consenso y se estableció por primera vez en el Protocolo de Kyoto, y posteriormente se confirmó en Paris y ahora en Glasgow. La idea fundamental es generar un mercado que permita a las empresas comprar y vender bonos o créditos de carbono. En caso de que las empresas posean dichos valores, ellas podrán emitir una cierta cantidad de GEI. Esta cantidad será determinada, en principio, por el valor asignado al bono-crédito por parte de un regulador.
En la medida que la empresa emita menos GEI tendrá un crédito a favor que podrá intercambiar en el mercado y si no reduce sus emisiones, deberá adquirir más bonos o podría ser multada. La intención es reducir el número de bonos-créditos con el paso del tiempo, incentivando a las empresas y países a ser más eficientes o a desarrollar tecnologías para reducir sus emisiones.
El reto aquí, desde mi punto de vista, es que para algunas empresas o países la reducción de sus emisiones no es económicamente viable en el corto plazo. Sobre todo, si hablamos de que las metas ambientales a nivel global se quieren alcanzar en 2030 y 2050.
Ante esta situación, y sabiendo que los países del G20 generan alrededor del 80% de las emisiones de GEI a nivel mundial, coincido con aquellos que dicen que estos países deberían transferir recursos a aquellas naciones que son más vulnerables a los efectos del cambio climático (que generalmente son países en vías de desarrollo) para que cumplan con sus metas climáticas.
Ahora bien, desafortunadamente, muchos de los acuerdos internacionales que hemos mencionado carecen de herramientas efectivas que obliguen a los países a reducir sus emisiones.
De hecho, los acuerdos no son vinculatorios; por lo que se apela a la buena voluntad de las partes para su cumplimiento. Aquí es donde la teoría de incentivos, planteada al principio de esta nota, resulta ser relevante.