La crisis internacional que ya dura un año es de la mayor gravedad y ha derivado en importantes ajustes en la geopolítica internacional. Por citar las más inmediatas consecuencias, está un entusiasmo robustecido por los valores y la alianza de Occidente: con Joe Biden al frente, Estados Unidos “regresa” a la OTAN para dinamizar el liderazgo que tan sin cuidado tuvo a Donald Trump; en esta lógica, reviste una gran importancia política, más allá del simbolismo, que Biden haya destinado el feriado del Día de los Presidentes en Estados Unidos (este año, el 20 de febrero) para visitar Kiev y respaldar a Volodimir Zelenski en suelo ucraniano.
Por su parte, Alemania dio un vuelco vertiginoso en cuanto a su doctrina militar para apoyar a Ucrania; el Reino Unido y Francia reafirman la sólida convicción de incrementar y diversificar los apoyos militares contra Putin; y Suecia y Finlandia pusieron fin a años de discusiones dubitativas y se decantaron por ser parte de la OTAN.
Ciertamente, también ha sido una dura prueba para las democracias de Occidente, que enfrentan fuertes cuestionamientos en un entorno de lo que crecientemente se denomina como el “sur global”.
Hay, por supuesto, consecuencias económicas importantes. En primer lugar, para Ucrania, que tardará mucho en recuperarse y seguirá requiriendo de la ayuda internacional. Pero también ha generado un costo para Rusia. No se pueden desestimar las sanciones que las potencias de Occidente le han impuesto. Hay que señalar que, si bien fue la intención de distintos países de Europa el terminar con el abastecimiento ruso de gas y petróleo, realistamente no les fue posible.
Si bien el mapa energético europeo tuvo transformaciones significativas en el último año, no es menos cierto que las arcas rusas siguen acumulando importantes ingresos por la dependencia europea de los combustibles fósiles rusos. Además de lo energético, dado que ambos países se encuentran como principales productores de cereales en el mundo, los efectos en las cadenas alimentarias han tenido consecuencias globales y los efectos inflacionarios se han dejado sentir en distintas partes del mundo.
Si se comparte la visión de que Rusia va perdiendo la guerra y que, en definitiva, su poderío militar ha quedado cuestionado —las bajas en las fuerzas armadas rusas en un año ya superan las de los 10 años de la invasión de Afganistán—, no es obvio que Putin no cuente con recursos relevantes y los siga destinando para intentar cambiar los equilibrios de esta guerra en favor de Rusia.