Pasó el muy breve plazo en el que, tras la pandemia, mediante quirúrgicas correcciones en la cadena de los procesos productivos, así como de distribución y comercialización, se pudo volver a un entorno virtuoso, en el que las medidas tradicionales nos hubieran devuelto al camino de la estabilidad. La irrupción del virus nos tomó por sorpresa, y el mundo no contó con los liderazgos que trazaran el camino hacia la recuperación.
El letargo producido por la pandemia hizo que las economías se enfriaran, para después sobrecalentarse en un esfuerzo febril por volver a la actividad, las autoridades monetarias del mundo fallaron. Prácticamente todas dejaron de advertir que las criptomonedas, las plataformas de pago y un desordenado mercado cambiario modificaron radicalmente las reglas del juego.
Como lo hemos apuntado desde hace algunos meses, el gobierno chino lleva la delantera, y no tardará mucho en cambiar sustancialmente los equilibrios al oficializar la moneda electrónica, brindando a los mercados lo más parecido al híbrido que nacerá como consecuencia de la incapacidad de las monedas para medir efectivamente el poder de compra. La aptitud de aquella, para reservar valor, resultará atractiva para inversionistas que jamás se habían acercado a los mercados asiáticos.
La dolarización en economías subdesarrolladas posiblemente vea su fin, perdiendo el aparato productivo estadounidense la potente fuente de financiamiento que proveían todos esos personajes que mantenían bajo el colchón importantes caudales en efectivo de la moneda verde.
Las remesas, tarde o temprano, tendrán que ser estudiadas, analizadas, y ponderadas en su relación con la oferta de bienes y servicios, pudiendo ser objeto de fuertes medidas de control y recaudatorias. El desorden que prevalece en la materia es una especie de droga que mantiene a ciertos gobiernos bajo un frenesí, que les hace pensar que todo va bien, cuando en realidad han perdido el control de los cambios, restando funcionalidad a la moneda nacional.