Entre más se aproxima el relevo en la Casa Blanca, más resuenan las alarmas y recrudece el debate en Europa sobre el futuro de la OTAN, la alianza militar que mantuvo la paz y la seguridad en Europa durante toda la Guerra Fría. No son pocos los que temen que la posible llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos para un segundo mandato, cause el naufragio de la organización, cuando paradójicamente, se encuentra en buenas condiciones. Un escenario similar al del poderoso Titanic, naufragando en la flor de sus capacidades.
¿Tendrá la OTAN la misma suerte que el Titanic?
Hace no mucho, la OTAN en efecto vivió momentos difíciles. La cumbre de Watford (Reino Unido, 2019) atestiguó desprestigio y desunión tras la fallida intervención en Afganistán. Tanto el presidente de Francia, Emmanuel Macron, como Donald Trump, presidente de Estados Unidos, la hicieron blanco de ataques viscerales. El primero advirtió que la organización se encontraba en “estado de muerte cerebral” y pronto se desintegraría, mientras el segundo amagó con retirar el apoyo militar de los Estados Unidos, al tiempo que llamó “delincuentes” y “sanguijuelas” a los países morosos que no cumplían con el compromiso orientativo de dedicar el 2% del PIB a la defensa. La crisis de la OTAN era evidente y ciertamente se dudaba en su supervivencia.
Sin embargo, la invasión rusa en Ucrania el 24 de febrero del 2022 cambió todo ello.
El pasado 4 de abril, la OTAN cumplió 75 años, y los celebró con la presencia de 32 Estados miembros, 20 más desde su fundación, incluyendo Suecia y Finlandia que por años se habían mantenido al margen de la alianza. Con 500,000 efectivos listos para entrar en combate y 20 países en condiciones de alcanzar el 2% del PIB en defensa, la alianza se ha posicionado como un actor clave en la resistencia de Ucrania y la seguridad de Europa.
Pero, a la luz de los muchos debates abiertos sobre el futuro de la organización es evidente que, de sobrevivir esta vez, la OTAN ya no podrá ser la misma institución que conocemos.
Para empezar, el próximo 1 de octubre, la OTAN estrena Secretario General. Mark Rutte, ex Primer Ministro de Países Bajos, sustituye a Jens Stoltenberg, quien estuvo 10 años al frente de la organización. Y aunque algunos analistas sostienen que se trata de un político muy hábil, caracterizado por su sentido para construir consensos y gestionar crisis, como Primer Ministro supo sortear con éxito las crisis financiera, de refugiados, el COVID-19 y el derrumbe, en Ucrania, del avión MH17 Malasia-Ámsterdam, el relevo es complejo. Rutte ocupará el cargo civil más importante de la organización en un momento particularmente difícil marcado por la guerra y por las divergencias entre los aliados sobre la incorporación de Ucrania a la OTAN y a la Unión Europea.
Rutte, además, no tiene el mando militar de la alianza, pues dicho cargo lo ha ocupado históricamente Estados Unidos, su principal contribuyente de fuerzas y recursos. De allí que, para un nutrido grupo de analistas, la clave sobre el futuro de la OTAN está en identificar las intenciones políticas y estratégicas de Estados Unidos.
Muchas posturas se advierten aquí pero, en general, se colocan en torno a dos escenarios: uno optimista, que apuesta a que Estados Unidos no abandonará la alianza, si bien, presionará para alcanzar un reparto más equitativo de costos con sus socios europeos; otro pesimista, que asume un retiro inevitable, alentado por la gran preocupación que reviste China para los Estados Unidos, con implicaciones graves e inmediatas en materia de disuasión nuclear, retiro de tropas y cierre de bases en el continente europeo. Y uno intermedio que traza la posibilidad de que Estados Unidos deje a la OTAN en estado durmiente, activándola en situaciones de crisis.
Todas, opciones que podrían implicar un fuerte impacto simbólico, y no solo material, respecto de la viabilidad de la alianza. Y un pésimo mensaje respecto de la capacidad de respuesta ante crisis o incluso ante intencionados ataques que busquen “probar” la fuerza de la organización sin un Estados Unidos bien comprometido.
A la par de este maremágnum de planteamientos sobre las intenciones norteamericanas, se perfila un debate de mayor calado, centrado en el valor estratégico de la alianza. Lo que parece estar en juego aquí es el fin del Atlantismo, de la cooperación en materia de seguridad basada en intereses y valores compartidos entre Estados Unidos y sus socios europeos. Y sin intereses compartidos, algunos analistas sugieren pensar ya en una OTAN post americana o una OTAN Europea con un alto nivel de autonomía e independencia estratégica.
Los abanderados del debate contemplan una OTAN europeizada y se manejan en términos muy operativos: ¿quién proveerá liderazgo y logrará mantener la unidad de la alianza?, ¿qué capacidades se tendrían que construir? y ¿cómo avanzar a favor de un ejército integrado, con equipos militares estandarizados y entrenamientos sostenidos capaces de contener una agresión territorial?
Sobre el liderazgo, los textos cuestionan ¿cómo afectará el brexit a la Gran Bretaña o la presencia de la extrema derecha a Francia, contraria al Atlantismo, para que estas naciones asuman el liderazgo? ¿Tendría Alemania, la nación más poblada del continente, mayor legitimidad, pese a no tener capacidad nuclear? O, ¿será tiempo de pasar a nuevos esquemas de liderazgo, con Polonia, por ejemplo, país que dedica más del 2% del PIB a defensa y que por su propia atribulada historia, tendría legitimidad y convicción para defender las fronteras de un posible ataque ruso?
Finalmente, otra de las aristas del debate sobre el valor de la OTAN como alianza “tradicional” se articula en torno a la noción de seguridad global. La discusión a este nivel gira en torno a las recientes transformaciones de la política global y al reto de China en el Indo-Pacífico. Mientras algunos políticos sostienen que Estados Unidos debe priorizar la amenaza de China, otros argumentan que China no es un reto solamente para Estados Unidos: lo es posiblemente para el sistema de democracias liberales occidentales.
Abandonarse mutuamente (Estados Unidos y Europa) para encarar por separado a China en términos económicos, industriales, militares, pareciera un sinsentido. La seguridad no está centrada en regiones, es un fenómeno global, y por ello, en su último Concepto Estratégico la OTAN ha venido impulsando la creación de nuevos partenariados con Japón, Australia, Corea del Sur y Nueva Zelanda y ha redefinido la necesidad de hacer frente a amenazas no convencionales como terrorismo, ciberseguridad, desinformación y cambio climático entre otras.
En suma, independientemente de quien esté en la Casa Blanca en 2025, la OTAN enfrentará fuertes retos globales. El poder está girando hacia Oriente, pero la forma en que se alcancen equilibrios globales terminará definiendo la pauta del orden internacional futuro. La OTAN ha probado ser una alianza robusta y su papel en el cambiante escenario del poder global podría ser clave para mantener la esperanza de un equilibrio, siempre conflictivo, pero sustantivamente pacífico y civilizado.
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Nota del editor: Laura Zamudio González es profesora e investigadora del Departamento de Estudios Internacionales (DEI) de la Universidad Iberoamericana (UIA), actualmente es titular de la Dirección de Formación y Gestión de lo Académico en la UIA. Escríbele a laura.zamudio@ibero.mx Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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