El objetivo siempre ha sido, en principio, optimizar la productividad y maximizar las ganancias. En el sistema feudal los beneficios se reservaban a unos pocos, pero la democracia y el capitalismo fueron ampliando el alcance de los logros tecnológicos e industriales en favor de un número creciente de personas.
Los procesos económicos también contaron con pasajes oscuros como la esclavitud y el colonialismo, entendido este último como la extracción abusiva de territorios conquistados por potencias globales.
No obstante, haciendo un balance general de los últimos cuatro siglos, podemos decir que ha habido progreso económico y las sociedades actuales disfrutan de una calidad de vida muy superior, en términos materiales, respecto de sus antepasados.
Por supuesto, el ideal de los modelos económicos es que estos dispongan de la apertura para ser perfeccionados; el libre comercio en una era de globalización debe apuntar hacia la prosperidad generalizada.
Lamentablemente, en décadas recientes hemos visto una suerte de regresión en diversos aspectos de las dinámicas de la economía. Si había costado sangre y trabajo avanzar en conceptos como seguridad social, justicia social e igualdad social, parece que la oposición a estas ideas va ganando terreno.
La narrativa del hípercapitalismo salvaje consiguió expandir su presencia, convenciendo a muchos de argumentos falaces como que la pobreza es necesaria para que haya ricos, o que la gente es pobre porque quiere y “no le echa ganas”.
Este tipo de discursos es peligroso, porque frecuentemente deshumaniza a los grupos más vulnerables, además de anular virtudes como la empatía y la solidaridad. Lo grave es que esta visión de la economía nos devuelve a un pasado remoto en que la ley del más fuerte era la que aplicaba en la convivencia humana, sin miramientos del deber ser.
¿En qué momento se habrá desvirtuado la convicción de emplear los modelos económicos para mejorar las condiciones de la mayor cantidad posible de mujeres y hombres? Debiera preocuparnos la creciente desigualdad social y económica, pues no solo es injusta, sino que genera inestabilidad ahí donde se agudiza.
Desde luego, en gran medida, este fenómeno se relaciona con la degradación de valores humanos, dando paso a lo que algunos llaman la globalización de la indiferencia y el egoísmo.
La propaganda vende la ilusión de que el sentido de la existencia radica en acumular poder y dinero, ignorando que, en todo caso, estas son herramientas para procurar el bien común.
Siguiendo a académicos como Thomas Picketty o Michael Sandel, la debacle de la moralidad y la profundización de las desigualdades e injusticias solo puede derivar en crisis, problemas sociales y destrucción. Por tanto, si aspiramos a un mejor futuro, este será posible exclusivamente si apostamos por el humanismo, empezando por repensar la economía.
La generosidad es la primera virtud del liderazgo y precisamente hacen falta más personas de bien dispuestas a sumar voluntades para trazar el proyecto hacia sociedades más prósperas, tomando como activos los valores éticos y sociales.
El paradigma del capitalismo y la democracia está en entredicho, pero toca defenderlo haciendo reformas e imprimiendo un nuevo enfoque. Las alternativas del comunismo y el autoritarismo han comprobado ser desastrosas, de modo que sería necio considerarlas como viables.