He escuchado muchas veces la pregunta: “¿cómo nos adaptamos a las nuevas generaciones?” Pero, sinceramente, creo que es una pregunta que podría plantearse de otra manera. La gestión entre diversas generaciones no trata de adaptarse a unos ni de cuidar más a otros: se debe pensar en rediseñar la cultura para que todas las personas puedan aportar con lo que saben, con lo que esperan y con lo que necesitan.
La diversidad generacional no se puede resolver sólo a través de un taller ni se dirige con frases motivacionales. Se enfrenta en las tensiones del día a día: en una junta donde unos prefieren imprimir los documentos y otros comparten la liga de un archivo editable; en el uso de emojis en correos internos; en el momento incómodo en el que alguien pide más supervisión y alguien más la interpreta como micromanagement. Lo que hay detrás de esas fricciones no es edad, es diferencia de contexto. Y como líderes, nuestra responsabilidad es leer esas diferencias sin caer en etiquetas fáciles.
En una conversación reciente, una líder con décadas de trayectoria compartía su frustración porque su equipo joven no mostraba el mismo nivel de “compromiso”. Pero cuando preguntamos qué entendía por compromiso, lo tradujo en horas extra, presencia física, y cumplimiento exacto de procedimientos. Del otro lado, sus colaboradores hablaban de compromiso como disposición a aportar ideas, asumir riesgos y cuestionar procesos obsoletos. Estaban en desacuerdo, sí, pero no porque uno estuviera mal y el otro bien: estaban hablando idiomas distintos.
Y ese es el punto: muchas veces no hay falta de voluntad, sino falta de contextualización. Y la cultura organizacional funciona, en buena medida, como ese traductor colectivo. Si no lo alimentamos, lo que obtenemos son silos disfrazados de diversidad. Equipos que conviven, pero no colaboran. Gente que se tolera, pero no se enriquece mutuamente.
Crear culturas inclusivas va mucho más allá de adaptar un onboarding para que sea más “millennial-friendly” o incorporar el humor de TikTok en la comunicación interna. Se trata de abrir conversaciones relevantes: ¿quiénes están definiendo cómo trabajamos?, ¿cómo valoramos la experiencia?, ¿estamos fomentando la adaptabilidad como una competencia clave?, ¿nuestro liderazgo se basa en la confianza o en estructuras tradicionales de control?
No he conocido una organización que haya resuelto todo esto por completo. Pero sí he visto señales claras de avance: culturas que flexibilizan procesos sin perder rigor, que permiten que una persona aprenda en mentorías cruzadas con alguien 30 años mayor, o que reconocen que el burnout no tiene edad, pero sí tiene detonantes distintos según cada generación.
Hablar de inclusión generacional, además de abrir espacios para la juventud ni homenajear trayectorias largas, se debe también enfocar en construir sistemas donde el valor no se mida por cuántos años llevas, sino por cómo puedes aportar al reto que tenemos hoy. Y eso sólo se logra si dejamos de pensar que la innovación viene de los jóvenes y la experiencia de los mayores, porque esa narrativa también es limitante.