Baches, centavos y 20 entregas: crónica de un socio repartidor
Damián trabajó 14 horas para ganar un promedio de 35 pesos la hora, repartiendo comida a través de Uber Eats. Esto es todo lo que ocurrió durante un día normal.
“Mira, esto es como un videojuego. Pero aquí solo tienes una vida”, dice Damián Arranda, repartidor de Uber Eats.
Es lunes, el primero después de la quincena. Son las 8:30 horas y ya se encuentra en Reforma 222, un complejo en una de las zonas comerciales más importantes de la Ciudad de México. Su meta del día: ganar 530 pesos. “Aquí es donde está la buena chamba”, menciona, pues en Ecatepec, donde vive, hay más riesgos y sin tanta “feria”. Por esto prefiere recorrer hora y media en transporte público para llegar al centro comercial.
El juego de Damián comienza cuando abre la aplicación para repartidores de Uber Eats, un negocio que se potenció 10.3% el último año. “Yo entré aquí por la pandemia. Nos despidieron y mi amigo Arcadio me dijo: wey, ¿necesitas dinero? Aquí hay fácil, rápido y sencillo (...) Ni siquiera sabía andar en bici, pero uno así aprende más cosas, por necesidad”, cuenta.
Damián no tiene una motocicleta. Reparte en una bicicleta negra que compró hace tres años y guarda frente a un estacionamiento público de Reforma durante las noches. Le costó 2,000 pesos, pero este precio lo ha saldado con creces en el trabajo que realiza de lunes a viernes. Los sábados son para descansar y cantar grunge con su banda.
Tampoco lleva el “outfit repa”, como algunos repartidores llaman al atuendo conformado por la mochila con el logotipo de la empresa, sudadera, cangurera e impermeable naranja. “Todo te lo venden y está corrientísimo (...) además, hay mucha discriminación si te ven de repa. Te ven feo y te dejan fuera (de los restaurantes)”, dice Damián.
Por eso prefiere vestirse como lo hace normalmente. En esta ocasión, es una falda gris encima de sus jeans negros, botas negras y playera blanca que deja al descubierto sus brazos llenos de tatuajes.
Y en lugar del emblemático bolso de entregas de las empresas, carga una mochila más parecida a la de un estudiante. “Sus mochilas son caras y desechables”, se queja. En la página oficial cuestan 988.55 pesos y su duración, según Damián es de tres a cuatro meses. “Pero afortunadamente yo soy bien rajado y no la necesito”, dice.
Damián se encuentra sentado en una roca frente a un Oxxo y son las 9:25 horas cuando suena su teléfono: comienza la primera misión del juego. El pedido “cayó” en un Starbucks. Prende sus bocinas portátiles marca JBL y comienza a pedalear en el caos de la ciudad.
Aunque tiene que sortear un cruce peligroso en Avenida de los Insurgentes, pues no está diseñado para la movilidad de las bicicletas y los vehículos no respetan el semáforo peatonal, tarda tres minutos para recorrer 800 metros; pero al llegar, espera 15 minutos en el establecimiento para que le entreguen los alimentos: “Es que atienden primero al cliente que al repartidor. Y no se dan cuenta que de una forma u otra yo soy el representante de un cliente”, se queja.
Su destino: entregar un croissant de jamón y queso y tres grilled cheese sandwich en las oficinas de Teléfonos de México. Sin la necesidad de buscar la dirección en un mapa, ni con un casco que cubra su mohicana, con una mano en el manubrio y la otra agarrando la bolsa con el pedido le toma 11 minutos recorrer 3.2 kilómetros.
Y pese a los baches de la alcaldía Cuauhtémoc, que en 2019 se contabilizaron en 16,064, el pedido llega intacto. “Me da risa la banda de colonias como la Roma y Condesa, es como ‘wow wey, somos de la Roma’, y su asfalto está horrible. Que pena, neta. Ecatepec tiene un asfalto más bonito”, dice.
Ya tiene mensajes predeterminados que manda a los usuarios minutos antes de llegar para no perder más tiempo. Después de que Sergio, quien recibe el pedido, toma el paquete, Damián da por cumplida su primera misión y mira sus ganancias en la app: 41.44 pesos. “Es que dejó propina”, dice, pues en promedio, un pedido oscila entre los 24 y 34 pesos. Empezó bien el día.
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Pausa
El restaurante La Casa de Toño, ubicado en la calle Hamburgo, es una de las bases donde se ubican otros repartidores como Damián. Hoy, además de él, hay otros 13 repas. Resalta la ausencia de mujeres repartidoras y personas de la comunidad LGBTQ+.
El establecimiento habilitó un espacio exclusivo para ordenar comida para llevar, por lo que los repartidores lo consideran una buena opción para esperar pedidos. “Pasaré al sanitario”, dice Damián. Un vigilante se encarga de permitir el acceso solo a ellos.
Alguien podría confundir el espacio con una taquería, pero este es un local con una barra tapizada con los logos Uber Eats, Rappi, Didi Food y otras dos calcomanías que leen “ordene aquí” y “para llevar”. Tres pantallas que apuntan a la calle, desde el interior, muestran las órdenes que están en preparación, los pedidos que ya están listos y el menú.
A unos metros del local se encuentra una jardinera de la cual los repas ya se apropiaron. En ella está “el árbol secreto”, donde esconden sus botellas de agua y unas rocas que apilaron para sentarse, bautizada como "la silla real". Ahí pasan el tiempo para descansar, hidratarse y platicar cuando no están repartiendo.
Damián sale del baño y se encuentra con Luis Zapata, otro repartidor de Uber Eats y uno de sus mejores amigos. Se conocen desde hace nueve meses y juntos se acompañan en la base. Son las 11:30 de la mañana y, a esta hora, se tranquiliza un poco el trabajo hasta las 13:00 horas, que empieza la hora de la comida.
“Esta es la base de los profesionistas”, comenta Damián. Y es que él es sociólogo por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM) y Luis es estudiante de ingeniería mecatrónica en el Instituto Politécnico Nacional. Su sueño es ser ingeniero aeroespacial aunque también, como trabajo alterno, es bailarín profesional. “Creen que por ser profesionista las puertas se te abren, pero no (...) aquí es donde está la feria”, complementa Damián. Él es parte del 44% de repartidores que ingresan a trabajar en la app por desempleo, de acuerdo con Oxfam.
Por otro lado, Luis tiene 23 años y, a diferencia de su amigo, él reparte los pedidos en una motocicleta. Se encuentra de vacaciones y por eso puede trabajar más horas. Está ahorrando para comprar otra moto. Mientras platican, se unen otros socios repartidores a la conversación, entre ellos, Juan.
A Juan le pidieron 14 “combos pozole” de La Casa de Toño para entregar a 4.4 kilómetros. Un combo contiene un pozole, un refresco y flan de la abuela. Su mochila, que sí es parte del “outfit repa”, cierra con dificultad. “A ver si aguanta tu bici”, dice Damián. Entre los tres comienzan a hacer cuentas y estiman que el total oscila entre los 1,800 pesos. Esperan que a Juan le den una buena propina.
A las 12:47 suena el Samsung Galaxy A22 de Damián. La misión: un corporativo a menos de 400 metros. Recoge tres bolsas llenas de combos de pozole y, por la cercanía, decide que es mejor caminar que la bicicleta. Luis lo acompaña. Empezó la hora de la comida.
Nivel 2
A las 13:21 horas a Luis le cae un “pedido doble”. Prende su motocicleta y, metiéndose en calles en sentido contrario para llegar más rápido a su destino, llega unos minutos antes de lo que marcaba el mapa en su aplicación, pero el usuario no sale. En estos casos, por políticas de la empresa debe esperar 10 minutos, mandar un mensaje a través de la aplicación y realizar tres llamadas. Cumple con el protocolo, pero no obtiene respuesta.
Está a punto de subirse de nuevo a la motocicleta cuando suena su teléfono. Es el cliente preguntando quién había llamado insistentemente. Luis se identifica y el usuario le pide que deje el pedido con el vigilante. “No creo que deje propina, sonaba molesto”, menciona.
Toma de nuevo su moto y ahora se dirige hasta Polanco, en un trayecto que le lleva casi 12 minutos recorrer. “Afortunadamente nunca me he caído de la motocicleta” dice mientras maneja a 80 kilómetros por hora, sortea baches y vehículos. Entrega un combo pozole a una mesera que trabaja en un restaurante chino. El pago es en efectivo por 159 pesos. La chica le da 160 y espera a que Luis le regrese el peso de cambio. No deja propina.
Mientras tanto, a Damián también le cayeron cinco pedidos. Más bebidas de Starbucks y pozole de La Casa de Toño. Solo tres usuarios dejaron propina.
Para las 17:00 horas ambos ya están de regreso en la base, dando refresh a sus apps esperando a que el monto suba porque las propinas “tardan en caer''. Damián recuerda una propina muy “gratificante” que alguna vez tuvo. El pedido lo había hecho un hombre y se tenía que entregar en un penthouse de lujo. Al llegar, una mujer que describió con “rasgos latinos” lo recibió y Damián nunca la olvidó.
Narra que ella medía aproximadamente 1.80 metros, tenía cuerpo de guitarra y la piel bronceada. “Y sólo salió con una blusita muuuuy transparente y una tanguita”. La imagina boquiabierto y, con las manos, describe cómo la mujer balanceaba sus caderas mientras buscaba una propina de 200 pesos. Entregó el dinero, se despidió y dejó la puerta abierta… pero Damián no entró. “Nunca sabes qué hay detrás de la puerta. Mejor no descubrirlo”, dice.
Luis está de acuerdo. Él cuenta, irritado, que ha recibido insinuaciones sexuales, especialmente de un hombre al que le entrega seguido cerca de la zona. “Es un señor grande, extranjero. Siempre me dice que si quiero pasar, que deje el pedido en la mesa. Me caga pero la neta solo sigo yendo porque me da muy buena propina”.
“¿Cuánto ganaste?”, se preguntan entre sí. Por cinco horas de trabajo, Damián lleva ganados 185 pesos y Luis 367 pesos. Aún están lejos de su objetivo.
Mientras hacen sus cálculos, regresa Juan. Les cuenta que el pedido de 14 pozoles lo llevó a un corporativo. Pasó por numerosos filtros de seguridad donde ya lo esperaba una chica que no le ayudó a subir la orden, pero que le extendió 20 pesos de propina en efectivo.
Subió por el elevador y, cuando llegó a la puerta, la jefa de la oficina indicó que llevara los alimentos hasta la sala de juntas. “No manches, ¿todo eso solo por 20 pesos?”, le dijo la joven. Juan sacó uno por uno los combos, los dejó en la puerta y se retiró. Para él, estas situaciones son comunes.
Son las 17:20 cuando Damián pide una orden de tres flautas por 89 pesos. Se sienta en la “silla real” y dice: “Así es esto, a veces comes, a veces no”. Por otro lado, Luis solo había tomado un café en todo el día y ahora come unas gomitas de frambuesa, que comienza a compartir con sus compañeros.
Un repartidor, que prefirió mantenerse anónimo por miedo a represalias, menciona que su comida favorita son las cubetas de pollo de Kentucky Fried Chicken (KFC). “La neta cuando caen esos pedidos yo sí me los chingo”, ríe. La dinámica es la siguiente: recoge el pedido y, a mitad de camino, llama al soporte técnico de la app para “reportar” que tuvo un accidente. Así la app no lo sanciona, mandan a otro repartidor por un nuevo pedido y él come.
Otro repartidor menciona que a él le gustan las alitas, pero no aplica la misma estrategia. “Normalmente los usuarios no saben cuántas vienen. Si me chingo una o dos no se dan cuenta”.
Paulatinamente comienzan a sonar los teléfonos de los repartidores con nuevos pedidos. A Damián solo le dio tiempo de comer una flauta. Guarda las restantes y acepta la primera orden de la noche.
Game Over
“A mi no me da miedo nada. Ni la muerte”, cuenta Damián mientras pedalea por las calles de la colonia Juárez, aunque después admitió que sí le tiene miedo a las arañas. Por su formación de sociólogo es curioso y siempre está alerta a su entorno. “La universidad me dio la teoría pero esta chamba fue la que verdaderamente me abrió los ojos”, dice.
Los pedidos durante la noche no cesan. Luis y Damián miran el cielo. “Hoy no va a llover”, se quejan. Aunque ninguno de los dos cuenta con un impermeable o equipo para protegerse de las lluvias, les “convienen” que llueva porque, en esos casos, se activa una tarifa especial y reciben pagos extra por parte de la aplicación.
Sin embargo, ambos forman parte de las siete de cada 10 personas repartidoras que no tienen acceso a ningún tipo de seguridad social, acceso a la salud pública o seguro privado, o un seguro en caso de accidentes provisto gratuitamente por las empresas, de acuerdo con Oxfam.
Luis comienza sus pedidos de la noche recogiendo una hamburguesa de McDonalds. El pedido se demora en ser preparado y, mientras espera, compra unas papas medianas y le escribe al cliente explicando que no es su culpa, que es el establecimiento el que está tardando en la preparación y una disculpa.
Es una orden pequeña. La tiene que entregar a 2.8 kilómetros pero a la mitad del camino se le acaba la gasolina. La gasolinera más cercana se encuentra a tres cuadras, así que Luis arrastra su motocicleta hasta allá y la carga con gasolina premium por 300 pesos. “Pero sí rinde. Me dura toda la semana”, dice.
El pedido lo recibe una joven. Paga en efectivo y, como ya lo esperaba Luis, no deja propina.
Su última entrega es una pizza de Little Caesars. Para recogerla esperó parado fuera del establecimiento por más de 15 minutos y, para entregarla, recorrió más de cinco kilómetros en zonas con altos índices delictivos. La entrega la realiza a las 21:53 en el Hotel Kali Ciudadela. Una joven baja en pijama a recibir el pedido, paga en efectivo y solo deja 50 centavos de propina. Para rematar, califica mal a Luis. Su puntuación, que hasta ahora era de 100%, bajó a 99%.
Luis y Damián se marcan para ver dónde están. Acuerdan verse en la base para despedirse. “¿Cómo te fue?”. Vuelven a mirar la app para ver sus resultados. Luis cierra el día con 22 pedidos realizados y 717 pesos. A él le faltaron 83 pesos para lograr su meta. Damián logró 20 entregas y ganó 660 pesos, 130 pesos extra de su objetivo. El juego ha terminado… por hoy.