OPINIÓN: Michoacán, un incendio que no se ha apagado del todo
Nota del editor: Pablo Majluf es periodista egresado del Tecnológico de Monterrey y maestro en comunicación y cultura por la Universidad de Sydney, Australia. Es coordinador de comunicación digital del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY) y profesor de comunicación y periodismo en el Tecnológico de Monterrey. Puedes seguirlo en Twitter como @pablo_majluf . Las opiniones expresadas en esta columna son responsabilidad del autor.
(Expansión) — Tras la intervención federal, Michoacán dejó de estar en los reflectores mediáticos, pero eso no significa que la situación haya mejorado. Si acaso el gobierno estatal logró recuperar ciertos bastiones controlados por el crimen organizado, otras zonas –particularmente el eje que conecta a la Sierra Madre Sur y la Costa– siguen en llamas.
Los gobiernos federal y estatal aducen que se trata de “remanentes de violencia” provenientes de la desarticulación efectiva de los Caballeros Templarios y la exitosa gestión del comisionado Alfredo Castillo y la nueva administración de Silvano Aureoles (quien tiene aspiraciones presidenciales). Sin embargo, fuentes locales confirman que se trata de un eufemismo, pues la violencia no solo creció sino que se desplazó a lugares hasta entonces relativamente pacíficos.
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Los propios datos oficiales del Índice de Incidencia Delictiva del Sistema Nacional de Seguridad Pública, indican que, en efecto, Michoacán ocupa el tercer lugar nacional en incidencia delictiva. Según el reporte, el homicidio creció 15% de 2015 a 2016 y el robo con violencia 26%; no obstante, un monitoreo de fuentes periodísticas locales y de instituciones académicas, como el Colegio de Michoacán, sugiere que la cifra es sustancialmente mayor; no es fortuito que el Índice Global de Impunidad de la Universidad de las Américas considere a Michoacán un “caso atípico” dentro de la República, dada la opacidad de la información y la negativa de sus autoridades a aportar datos sobre la procuración de justicia.
Según fuentes locales anónimas, el problema ya no solo se concentra en los tradicionales focos rojos –los municipios de Morelia, Uruapan, Apatzingán, Lázaro Cárdenas, Zitácuaro y Zamora, cuyos índices delictivos son aún de los mayores en el país–, sino que se extendió a la sierra y sobre todo la costa, donde se libra una batalla a muerte entre al menos siete organizaciones criminales, entre los que destacan el Cártel Jalisco Nueva Generación, Los Viagras, escisiones de la Familia Michoacana y de los Caballeros Templarios, además de grupos en el margen de la ley, como líderes regionales y costeros, antiguos militantes de autodefensas, y desde luego el Ejército, la Marina y la Policía estatal y federal.
nullGran parte del problema es la lucha por la hegemonía territorial en los corredores que van de las costas al interior. Al momento, existe un fuerte choque entre las comunidades indígenas de la costa y diversos grupos –regionales y foráneos– por el control de recursos naturales y trasiego de precursores químicos, armas y drogas hacia el centro. Tal es el caso de Ostula, pequeña comunidad nahua, cuyos líderes se defienden de una supuesta campaña de explotación de recursos naturales a manos del crimen organizado. Otras comunidades cercanas a la costa, como Coahuayana y Chinicuila, se encuentran en la misma situación: inmersas en cruentas batallas por el control del territorio. Lo siniestro –según apologistas de las comunidades– es que los gobiernos federal y estatal aún no fijan una postura clara, pero ciertos sucesos han levantado sospechas sobre su lealtad.
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Las denominadas autodefensas son aún un problema conspicuo. En una movilización estatal, el nuevo gobernador giró órdenes de aprehensión en contra de algunos de los principales líderes, pero encontró ardua resistencia, lo cual provocó la formación de nuevos grupos armados –hoy considerados enemigos del Estado–, que si bien defienden a la población civil, socavan el poder disuasivo del Estado frente a otros criminales. A unos más les ofreció integrarse a la Policía estatal –y al momento tienen permiso de portar uniformes oficiales– pero el control institucional sobre ellos es ínfimo: son parte central de las luchas territoriales descritas, componentes indisociables de la violencia.
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El consenso general entre los estudiosos es que la intervención federal no fue tanto un fracaso sino una operación inconclusa y superficial –un éxito simulado. Logró desarticular ciertas organizaciones criminales, sí, sobre todo Los Caballeros Templarios (cuyos grupos herederos, empero, continúan sus campañas de sangre); desmanteló una red de corrupción en el gobierno estatal ; recuperó cierta gobernabilidad en algunos territorios. Pero la violencia no solo continúa sino crece. Y, según testimonios locales, hay un sentimiento generalizado de deterioro, una percepción de creciente inseguridad.
Atribuir ésta a “remanentes” de una estrategia exitosa es ser cómplice por omisión. Es ignorar que las causas intrínsecas persisten; a saber: un estado corrupto y débil, intereses económicos insaciables y una población dividida en lo que parece una perpetua guerra civil. Los gobiernos federal y estatal cantaron victoria demasiado temprano y le siguieron la pauta los medios, pero Michoacán sigue en llamas, aunque no sea noticia…
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