La mina que asoló un pueblo alemán muestra el lado B de la transición energética
Lützerath se convirtió en una de las más grandes contradicciones del gobierno alemán que, a los ojos de la opinión pública, lidera la transición energética.
Renania del Norte-Westfalia, Alemania.- Eckardt Heukamp cuenta que hasta hace unos meses era un hombre solitario. Sus días, platica con un inglés tropezado, se dividían entre trabajar desde las primeras horas de la mañana en el campo y hacer las labores de un granjero, administrar su pequeña empresa y después, volver a casa: una hacienda que desde hace siglos pertenecía a su familia, con capacidad de albergar a más de dos decenas de personas, pero que desde hacía años habitaba solo.
A Lützerath, un pueblo en el oeste de Alemania, en el estado de Renania del Norte-Westfalia, lo invadió un silencio que fue permeando de a poco cada vez que la energética RWE convencía a una familia de vender sus propiedades y mudarse hacia un nuevo vecindario diseñado a pocos kilómetros, dice Heukamp, quien hasta enero pasado fue el último habitante.
No tuvo opción. A él, RWE no lo convenció de vender, pero durante los primeros meses de este año, su casa, con el resto del pueblo, fue devorada por una mina de carbón que pertenece a esta multinacional alemana, la misma que anunció a sus inversionistas que después de 125 años de “una historia exitosa” había decidido convertirse en un proveedor líder de energías renovables.
La destrucción de Lützerath se basó en el argumento de que el carbón contenido en esta región era necesario para apoyar la seguridad energética de Alemania, luego de la prohibición parcial de la Unión Europea hacia los combustibles provenientes de Rusia, como una medida de sanción por la invasión a Ucrania.
Alemania es el principal consumidor de gas ruso y también el principal afectado por la medida.
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La decisión de destruir el hogar de Heukamp fue tomada en conjunto por los legisladores y la justicia alemana. RWE ganó todas las demandas interpuestas por pobladores y activistas para frenar la demolición del pueblo. La última, en la que Eckardt argumentó que su casa familiar no podría ser reemplazada, también fue desechada. Los tribunales alemanes decidieron que la destrucción de Lützerath era necesaria para ampliar la mina y garantizar el suministro energético, que eso era aún más valioso.
Pero hay estudios, como uno hecho por el Instituto de Investigación Económica de Berlín, que aseguran que el carbón escondido en el subsuelo de esa región no es necesario. “En las zonas existentes hay suficiente carbón sin que sea necesario excavar Lützerath. Por tanto, la valoración del gobierno estatal es difícil de entender”, dice el documento.
Y los Verdes, el partido de izquierda alemán que tiene el cuidado del medioambiente como centro de su agenda, tampoco opuso resistencia. En un discurso que se presentó como un ganar-ganar, explica Saskia Meyer, una de las líderes activistas que defendió Lützerath hasta los últimos días, los Verdes acordaron con RWE que esta podía explotar el carbón de la región hasta 2030, en lugar de 2038, el año en que la legislación alemana ha puesto como límite para acabar con la producción de carbón y con la generación eléctrica mediante esta vía, una de las más contaminantes.
Para ese año, según las previsiones, ninguna planta carboeléctrica y ninguna mina a cielo abierto para explotar el combustible puede continuar operando. “Es un discurso tramposo, si se es crítico con lo que está sucediendo, es fácil saber que, en menos de una década, la extracción de carbón dejará de ser rentable y es por eso que quieren explotarlo ahora, cuando Alemania necesita de fuentes fósiles y aún se puede pagar un buen precio antes de que crezcan las alternativas renovables”, dice Meyer, que ya se ha acostumbrado a hablar en público después de la atención de los medios locales en el primer semestre del año.
Esta no ha sido la única decisión cuestionada del gobierno alemán, que desde la imagen pública lidera la lucha contra el cambio climático. Ante la crisis desatada por la guerra en el este, Alemania también recurrió a reabrir algunas de sus centrales carboeléctricas. Aunque siguió con su plan de despedirse de la energía nuclear, cuando en abril pasado apagó las últimas tres plantas de este tipo que quedaban.
Alemania es el primer productor de carbón de la Unión Europea. El año pasado alcanzó 131 millones de toneladas, el 44% del total de producción de esa comunidad política. Si bien es la cifra de extracción más alta para este país desde 2019, tampoco se compara con los más de 430 millones de toneladas que produjo durante la década de los 80, según datos de la consultora Statista. Sin embargo, también es el país que más ha aumentado su capacidad carboeléctrica tras el inicio de la invasión rusa, con alrededor del 15%, de acuerdo con los cálculos de la Agencia Internacional de Energía.
El último habitante
Es una tarde de julio y Eckardt Heukamp recorre, en un enorme tractor verde, los terrenos que están cerca de donde antes estaba la hacienda familiar y el pueblo. RWE le ha prohibido caminar por el lugar, pero él ha encontrado una forma de burlarlo: pasea en los vehículos que utiliza en sus labores como granjero y argumenta que está trabajando cerca de la mina –en donde aún posee unas hectáreas para cosechar que pronto también desaparecerán.
Mientras maneja, se esfuerza en explicar el lugar exacto en donde se encontraba su casa y la de sus vecinos, pero es prácticamente imposible imaginarlo: al vecindario ya se lo tragó la mina.
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Lo único que aún sigue en pie es una pequeña construcción que fungía como iglesia y que no tarda en ser demolida. Eckardt no se rinde y continúa explicando, repetidamente, aunque hay pocos elementos que le pueden ser de ayuda, ya todo se ha reducido a una especie de arenisca color gris en el subsuelo, a muchos metros hacia abajo y una gran máquina que no deja de hacer ruido.
Dice que, en menos de tres meses, todo quedó reducido a nada, que a veces llegan turistas esperando ver un pueblo desierto, pero que se van desilusionados cuando se dan cuenta de que no habrá ningún escenario para hacerse fotografías.
Saskia Meyer toma un pedazo de cartón y comienza a dibujar un mapa: traza la casa de Heukamp, la escuela primaria, el kínder, el camino principal, un edificio de apartamentos y decenas de árboles a los que les coloca una especie de recuadro en la copa. Bromea y dice que son las casas que construyeron los activistas cuando decidieron plantarse ahí y hacer protesta con la esperanza de que la decisión de agrandar la mina a cielo abierto se echara para atrás.
Esa estrategia ya les había funcionado en 2018, cuando lograron detener la tala del bosque de Hambach en donde RWE también quería ampliar una mina. Heukamp le regresa la broma y le pide que entonces dibuje también la cocina hasta donde se metieron los activistas durante el año pasado.
El hombre, de 60 años, hace un recuento rápido de lo que sucedió a finales de 2022, cuando miles de activistas viajaron del interior de Alemania y de otros países a defender un sitio que les era ajeno. Recuerda que lo primero que vio eran casas de campaña improvisadas y construidas con una manta blanca, luego comenzó a observar construcciones encima de los árboles y, por último, cuando el frío del invierno fue demasiado, los descubrió utilizando sin permiso una de las pequeñas casas reservadas para quienes, en algún momento, trabajaron haciendo las labores de limpieza del lugar. Y él, quien reconoce que hasta hace poco no le importaba el cambio climático, cuenta que a regañadientes los dejó entrar.
Heukamp y Meyer intentan hacer cuentas, dicen que en algún momento había entre 30 y 40 personas viviendo en la casa del primero. Pero la cifra que más sorprende es cuando relatan que, durante los últimos días de diciembre, cuando estaban en espera de la resolución del último recurso jurídico, había alrededor de 1,000 personas acampando en uno de los terrenos cercanos a Lützerath, entre ellos, la activista Greta Thunberg. Y de pronto el pueblo tuvo más habitantes que nunca antes: los había en los árboles, en torres de vigilancia construidas minuciosamente, ocupando los alrededores de la mina, en túneles hechos en la tierra fangosa y en las casas que RWE ya había comprado desde hace años.
A la espera del fallo
Todos esperaban una sola cosa: el fallo de un juez que dijera que Eckardt Heukamp podía continuar viviendo en Lützerath. Pero este no llegó. En los últimos días del invierno, un millar de policías llegó a desalojar el pueblo. No le quedó de otra y tuvo que vender. Los abogados le explicaron que, aun sin aceptar, sería echado, su propiedad sería expropiada y no recibiría ninguna compensación económica.
Y entonces cuenta que tomó la llave de su casa y la entregó a los representantes de RWE. No lo hizo solo, Saskia Meyer y él recuerdan que detrás se plantaron decenas de activistas en el acto que, de cierta manera, representó la victoria de la compañía y el fin de Lützerath.
RWE le dio a Eckardt Heukamp una casa en donde vivir un año a pocos kilómetros del pueblo, pero pronto tendrá que irse. Todas sus pertenencias continúan en cajas, excepto lo que está sobre la mesa del comedor: una decena de portadas de periódicos alemanes que, a inicios del año, tomaron el tema, y en algunas de ellas está él en la foto principal.