"¿Han logrado que no los comieran?", preguntó a un joven británico que venía de viajar por Papúa Nueva Guinea en 1998.
"Ustedes tienen mosquitos, yo tengo periodistas", dijo en Dominica en 1966. Luego compararía a los periodistas con los monos de Gibraltar.
En otra ocasión, un niño le confesó que quería ser astronauta y el duque le respondió que estaba demasiado gordo para volar.
Cuando se le preguntó si le gustaría visitar la Unión Soviética, dijo: "Me encantaría visitar Rusia, aunque esos cabrones asesinaron a la mitad de mi familia" (en alusión a la suerte de los Romanov).
Su entorno le oyó maldecir mil veces su suerte, gruñir contra la pérdida de valores o contra las locuras de sus cuatro hijos en los años 1980, y hasta contra "los malditos chuchos (perros)" de la reina, siempre pegándosele a las piernas.
El duque fue atacado por sus opiniones sobre todo, desde la energía nuclear a la defensa del medio ambiente. Sus críticos lo consideraban hipócrita por dirigir el World Wide Fund for Nature mientras participaba en deportes como la caza de faisanes.
"Pienso que hay una diferencia entre estar preocupado por la conservación de la naturaleza y ser un protector de conejos", dijo a la BBC.
Fueron esos comentarios tan directos los que llamaron más la atención. Una declaración sobre "ojos achinados" durante una visita a China en la década de 1980 se volvieron un símbolo de su manera muchas veces imprudente, que contrastaba con la forma controlada de la reina.
Quienes lo conocían decían que su reputación escondía una inteligencia sofisticada, devoción por su familia, amor por los deportes y dedicación a su rol como miembro de la realeza.
"La gente tiene la impresión de que al príncipe Felipe no le importa nada lo que piensen de él y tienen razón", dijo el ex primer ministro Tony Blair en sus memorias.