Los turistas no se amedrentaron por el humo, un grupo de 30 de ellos, la mayoría jóvenes, se tomaban selfies frente a la Casa Blanca y otros comían hot dogs a la intemperie. Risas, conversaciones, casi ninguno con cubrebocas, los posteos con ese aditamento son muy 2020.
Una turista destacaba en el grupo: Mónica Montealegre, de Colombia, quien sí llevaba uno.
“Yo sí estoy muy preocupada, cada vez que camino siento más el olor a quemado y yo padezco de asma y eso hace que sea más complejo”, relató. “No me da miedo, pero sí me parece impresionante ver los efectos del cambio climático en la cotidianidad”.
El iPhone de Mónica le alertó desde la mañana la mala calidad del aire y le recomendó usar el cubrebocas. Ella, con su padecimiento, es parte de ese grupo vulnerable, junto con los adultos mayores, que no se puede permitir ignorar una advertencia de esa naturaleza. Además, con el calor encima, el humo no se disipaba por completo.
La cabeza le dolía por exponerse más de una hora al humo. También tenía los ojos rojos y la sensación de haberse enfermado de una gripe repentina.
Junto a Mónica, Constanza Gómez, su amiga peruana, contó que encontrar el cubrebocas que portaba fue complicado y únicamente hasta que le regalaron uno pudo usarlo. “Lo que uno no se imagina es que después de la pandemia volveríamos a usar el tapabocas de forma recomendada por las autoridades”, dijo. “Pero parece que hay que tenerlo listo por alguna situación que surja”.
Un incendio a más de 1,000 kilómetros al norte parece una razón poco probable para cargar con uno, sin embargo a Washington la tomó desprevenida la humareda, al igual que a Nueva York, Filadelfia y otras ciudades y comunidades del noreste de Estados Unidos.
Para las cuatro de la tarde el viento se redujo. También la mala calidad del aire. El estado del clima seguía insalubre, aunque el humo y el olor ya no eran tan evidentes. O quizá, tenía razón el oficial Cummings: uno se acostumbra a todo.