OPINIÓN: La grieta que todavía espera en México tras el 19-S
Nota del editor: Víctor Márquez es doctor en estudios avanzados de ciencia y tecnología, maestro en Sociología e Historia -ambas por la Universidad de Cornell en Nueva York- y maestro en Arquitectura por la Universidad de Pennsylvania. Autor de múltiples artículos y libros, planeador urbano y diseñador del Aeropuerto de Monterrey, del Centro del Patrimonio Inmobiliario Nacional y coautor del nuevo Parque La Mexicana en Santa Fe. Ha impartido más de sesenta conferencias en cinco continentes. Escríble en vmarquez@victormarquez.com. Las opiniones expresadas en esta columna son exclusivas del autor.
(Expansión) - El tiempo tiene diferentes velocidades con relación directa en su percepción. Cuando hay júbilo las horas pasan rápido y se nos esfuman los momentos felices, pero si algo desacelera las manecillas del reloj es la tragedia humana. La máxima tortura es, tal vez, la impotencia que conlleva la lentitud y la incertidumbre de los hechos que nos rodean. Para aquellos que perdieron su casa en septiembre de 2017 habrá pasado el año más lento de la historia.
Los terremotos producen tragedias humanas porque la desmaterialización y deconstrucción de la ciudad afecta una de las necesidades más básicas que tenemos: nuestro hábitat. Pero hay que reconocer que la punta de la tragedia es la muerte misma; sin embargo, encontrarla en un sismo, no es necesariamente mala suerte, sino cruel ejemplo de que vivir en una ciudad laxa, mal regulada y, sobre todo, mal inspeccionada tiene enormes riesgos.
Como bien dicen Ricardo Becerra y Carlos Flores en su nuevo título Aquí volverá a temblar (Grijalbo, 2018) si ya sabíamos desde hace décadas que los sismos volverían cíclicamente, por qué no hicimos más por hacer mejores construcciones, estudiar el subsuelo o cambiar los absurdos criterios de estacionamiento en plantas bajas.
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Jamás fuimos capaces de tener protocolos de respuesta, atlas de riesgo con información vigente, clasificación e inventario de construcciones, programas, aplicaciones y paginas web de emergencia, fondos de ahorro público para enfrentar lo inesperado (dándole crédito al exsecretario de Finanzas de la capital, Edgar Amador, que contaba con importantes recursos en un fondo para imprevistos que fueron clave ante la insoportable lentitud del poder federal).
¿Por qué no quisimos prever, planear o advertir lo que de forma inminente siempre va a volver a ocurrir?
Somos globalmente famosos por no poder planear y, en especial, nunca querer ver nuestras acciones como parte de sistemas complejos que afectan a otros. Explicar esto no puede ser el objeto de este breve ensayo, pero es importante que el lector reflexione conmigo acerca del tema.
OPINIÓN: Planear para construir mejor y dejar de vivir en la inmediatez
¿Será que el peor enemigo de la corrupción es la transparencia y que esto último sucede cada vez que los diferentes actores participan en un plan? En su texto, Becerra y Flores ofrecen múltiples listas que enumeran valiosas experiencias, políticas, ideas, acciones, oportunidades y lecturas que pueden, de una vez por todas, detonar una campaña metropolitana de prevención integral hacia el futuro.
Pero ha pasado ya un año y como sucede a menudo, el tema parece estarse ya empolvando.
Regresemos el tiempo. Inicialmente miles de voluntarios se lanzaron a ayudar, sobre todo en los edificios que aparentaban tener más daños, pero al pasar los días esa misma gente tendría que volver a su normalidad y entonces los damnificados iniciaban su progresivo viaje hacia la soledad.
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A solo un año de distancia parece también que la situación de las familias afectadas ya ha perdido su peso mediático y ya no causa la original efervescencia en redes sociales, lo que demuestra un triste interés simulado y mórbido por parte de muchos. Y este olvido se vislumbra progresivo y de nuevo cruelmente amenazador.
¿Qué fue lo que realmente quedo dañado estructuralmente y no podrá ser reparado o reconstruido? Lo primero que uno pregunta es por qué siguen habitados. La siguiente cuestión es que si en décadas de “experiencia” los gobiernos de esta ciudad no han encontrado un modelo óptimo para lograr que los damnificados sean trasladados a viviendas seguras.
Aunque suene paradójico, algunas de las más efectivas medidas utilizadas en 1985 se encuentran vetadas de facto dentro de ese espinoso armario que es el intríngulis de la política.
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En estas últimas décadas parece que el descontento nacional entre pueblo y gobernantes ha alcanzado tal extremo que la sociedad se ha vuelto tan sensible (y peor aún los gobernantes que vienen a sustituir a los anteriores) y vetan las palabras que caracterizaron las acciones y programas controversiales por su impopularidad, sospechas o desconfianzas.
Con las palabras, la ciudad pierde sus instrumentos. Así, el destino de importantísimas formas legales para desarrollar la ciudad, como por ejemplo los recientemente “malditos” sistemas de actuación por cooperación, las Zodes, las clausuras que fueron sustituidas por “suspensiones”, las transferencias de potencial y después del temblor, las increíblemente útiles expropiaciones.
En una ciudad, en la que históricamente los gobernantes se ven fuertes y sus subordinados todo lo contrario, hay una retórica prohibida, la cual dice que de entre todos los maledictus disponibles, el que parece garantizar el exilio es la palabra “expropiación”.
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Como ha escrito uno de nuestros más reflexivos expertos en derecho territorial, el doctor Antonio Azuela: las expropiaciones fueron el instrumento más inmediato y efectivo para lograr poner a salvo a aquellos que debían, por razones de seguridad estructural, abandonar sus casas lo más pronto posible.
En algunos de sus textos, el jurista describe la amplia aceptación del decreto expropiatorio (en donde adicionalmente los propietarios de viviendas invadidas o simplemente ocupadas por inquilinos que abusaban de las rentas congeladas, se verían beneficiados con la recuperación de lo que legítimamente les pertenecía, o si acaso lo que quedaba) que al menos procuraba la restitución del techo perdido de una forma bastante ágil.
Pero ante las extrañas condiciones del status quo del gobierno que sale, esta no era ya una alternativa.
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En algún debate televisado, al que por cierto fui invitado como promotor de la iniciativa Salvatucasa -ese enorme catálogo que documentó los daños antes que nadie, gracias a la creación de una plataforma interactiva en la red-, se sugirió al entonces jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, que debería usarse, bajo la figura del decreto, las facultades para que los inmuebles dañados estructuralmente lograran beneficiarse de una fórmula que automáticamente duplicara su densidad y altura, para lograr que el mercado de inversionistas (o sea todos los que en la ciudad tienen algún ahorro y que desean multiplicarlo de forma decente a partir de un negocio en edificación) lograran participar en la reconstrucción de dichos inmuebles.
Con la iniciativa anterior las ventajas eran enormes, sobre todo la posibilidad de evitar la llamada “gentrificación”, o desplazamiento por otros de mayor poder económico, y garantizar que los damnificados pudieran ocupar sus mismos espacios, en los mismos edificios y dentro de sus mismos barrios.
La fórmula era muy sencilla, si se demolían veinte viviendas, se podría construir veinte más nuevas, seguras y bajo los estándares que hoy imperan. Las tasas de retorno no se verían afectadas gracias a las compensaciones y exenciones de derechos e impuestos. Y los inversionistas podrían haberse organizado en grupos, grandes clusters, fondos de inversión o incluso para la generación de bonos o similares. Lo importante era hacerse del capital y revertir la fuerza de la tragedia en inercia reconstructiva.
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Pero lo anterior no se hizo. Es más, actualmente el enorme esfuerzo de hacer un plan de reconstrucción no ha significado ningún cambio en la política urbana. Y mientras miles viven aún entre escombros, socavones y paredes resquebrajadas, todos parecemos navegar pasivamente hasta que la nueva tragedia nos alcance y la grieta se haga aún mas profunda.
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