¿El deporte como generador de negocio o el deporte como promotor de valores?

He aquí el tiempo del deporte de utilidad política, he aquí el momento de la esponsorización, de las estrellas que se compran y se venden a precio de oro, opina Juan Alberto González Piñón.
El interés deportivo se distribuye de manera muy desigual: el público no vibra porque se encuentre ante una “epopeya del hombre ordinario”, sino porque asiste, encantado y absorto, al espectáculo del virtuosismo, de lo inaudito, de la proeza extrema, considera Juan Alberto González.

(Expansión) – Según la International Health Racquet & Sportsclub Association (IHR&SA), el valor de la industria deportiva y fitness en México es de alrededor de los 1,800 millones de dólares, ubicándose en cuarto lugar a nivel mundial. Situación que da elementos para reflexionar sobre el dilema de su mercantilización y, en consecuencia, su banalización, contrario a la promoción de valores y virtudes.

La práctica deportiva es un fenómeno que forma parte de la rutina de gran cantidad de personas, ya sea en el rol de practicante como en el de espectador. Sin embargo, la actividad deportiva en general no solo impacta la esfera económica, también lo hace en lo social.

En la actualidad los valores y la formación en virtudes que se le conferían a la práctica deportiva se han visto corrompidos por su excesiva mercantilización, sobre todo al priorizar el interés masivo (consumismo) de amplios sectores de la población que están solo a la expectativa del rompimiento de récords y al surgimiento de grandes hazañas realizadas por deportistas de alto rendimiento.

Como ejemplo se encuentra el caso de Biogénesis, ocurrido en Estados Unidos de Norteamérica, en el cual Anthony Bosh fue condenado a cuatro años de cárcel acusado de proveer sustancias prohibidas a deportistas de la liga profesional de béisbol de aquel país, con miras a mejorar su desempeño físico y deportivo durante el juego.

Algo que causó mayor impacto en este caso fue la evidencia presentada por la Comisión de Honor de las Grandes Ligas, en la cual se da evidencia de que sustancias prohibidas fueron suministradas a niños que cursaban estudios de secundaria, en donde sus padres buscaban asegurar el reclutamiento deportivo de sus hijos y en consecuencia una beca deportiva.

En este sentido, el filósofo Gilles Lipovetsky señala que en el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX los deportes se concibieron como un deber del hombre hacia sí mismo que lo aleja de la molicie y perfecciona sus facultades corporales.

El deporte apoya la correcta formación del carácter humano, la sensibilidad hacia el logro de los demás y ayuda a templar las voluntades, superándose a sí mismo.

La práctica deportiva bajo esta concepción apoya la búsqueda del bien común, pues implica el cuidado y goce de ciertos bienes que sólo pueden ser alcanzados mediante la disciplina, el esfuerzo y la cooperación con los demás.

El deporte no solo debe ser visto como negocio, pues su fin verdadero es el apoyar el desarrollo de las más altas cualidades morales, favoreciendo la confianza de uno mismo, y permitiendo el aprendizaje del deber, del espíritu de equipo, del orgullo del cuerpo.

Sin embargo, en la actualidad, el deporte no es presentado como una pedagogía moral, ni un aprendizaje de virtudes.

El deporte de masa es en lo esencial una actividad dominada por la búsqueda del placer, del dinamismo energético, de la experiencia de uno mismo: después del deporte disciplinario y moralista, he aquí el deporte-ocio, el deporte-salud, el deporte-desafío.

El deporte ha entrado en una moda a la carta y la promoción acelerada de los “productos-deporte”, con su correspondiente marketing al servicio del culto narcisista del cuerpo y del espectáculo, olvidándose de su contribución a la formación moral de las personas.

De acuerdo con el estudio “The role of the media in the commodification of sport”, la práctica deportiva se ha dirigido hacia un proceso de “comodificación”; transformándose de ser una práctica social que aspira al bien común en un objeto mercantilizado que adquiere un valor de cambio, y por tanto se vuelca a la esfera de consumo como un producto más diseñado al gusto del mercado.

He aquí el tiempo del deporte de utilidad política, he aquí el momento de la esponsorización, de las estrellas que se compran y se venden a precio de oro.

El CIES Football Observatory Monthly Report del 2015 señaló, durante el verano de 2014, que los clubes de las cinco ligas más grandes tuvieron un récord de 2,440 millones de euros en tarifas de transferencia de jugadores; como era de esperar, Lionel Messi encabezó el ranking con un valor de trasferencia de 280.8 millones de euros.

El interés deportivo se distribuye de manera muy desigual: el público no vibra porque se encuentre ante una “epopeya del hombre ordinario”, sino porque asiste, encantado y absorto, al espectáculo del virtuosismo, de lo inaudito, de la proeza extrema.

Esas pasiones que se despiertan ante la posibilidad de lo inaudito impulsan a que los deportistas busquen a toda costa ir incrementando el desarrollo de sus capacidades físicas, buscando abatir e imponer nuevas marcas en diferentes deportes.

En el mundo hay casos emblemáticos de esta perversión que ha vivido el deporte, en donde la alta valorización por el rompimiento de marcas y récords deportivos incrementa la presencia de actos inmorales de dopaje como una opción en la búsqueda de triunfos deportivos extremos, que pone en riesgo la salud del deportista y afecta los preceptos de la práctica deportiva.

El objetivo buscado ya no es en efecto elevar la moral de los hombres, se trata sólo de controlar científicamente las competiciones y el entrenamiento, de perseguir las prácticas perjudiciales para la salud, de promover la transformación de los atletas en máquinas.

Esta realidad que vive la práctica deportiva hace que el hombre ya no solo busque formarse en valores y virtudes, sino que, incluso llegando más allá de sus capacidades físicas y de entendimiento, vive condenado a guiarse por la opinión o tutela de los demás, en donde por la excesiva mercantilización de la actividad deportiva, el hombre corrompe el sentido formativo del deporte.

Nota del editor: Juan Alberto González Piñón es director de Spark UP y académico de la Facultad de Empresariales de la Universidad Panamericana. Las opiniones expresadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.