En el último Reporte de Competitividad Turística del Foro Económico Mundial ocupamos el lugar 19 de 140 países, con la primera posición en recursos naturales y la décima en recursos culturales, pero la 108 en sostenibilidad ambiental, peor resultado después del 126 en seguridad. La inconsecuencia es patente: un patrimonio inmenso que no estamos manejando de forma sustentable.
Hay que voltear a ver a Costa Rica, referente del turismo sustentable, modelo por el que se han comprometido los distintos sectores de la sociedad. O a Tailandia, que al parecer aprovecha la pandemia para recuperar ecosistemas y replantear su oferta de valor.
Además de las ventajas ambientales, esos modelos pueden ser más rentables, con mayor gasto por viajero y derrama más inclusiva: no solo negocio para hoteles como los de tiempo compartido, sino para comunidades y emprendedores turísticos de un amplio abanico de servicios, lo mismo tours y experiencias que gastronomía.
La disrupción de la normalidad, y los cambios que dejará como herencia en hábitos y mercados, también debería llevarnos a nosotros a la reflexión sobre el destino al que estamos conduciendo a nuestros destinos turísticos. A preparar una normalidad mejor sobre principios de sustentabilidad, inclusión social, complementación y diversificación de oferta turística y rendimiento económico.
Se han registrado esfuerzos importantes en algunos sitios de playa, como Huatulco, Loreto, zonas de Bahía de Banderas, pero no es la tónica dominante. También esfuerzos de grupos hoteleros, municipios u organizaciones cívicas. Y programas de turismo rural o ecológico, algunos ligados a los corredores de protección oficial de ecosistemas, aunque sin apoyo continuado para no dejar prácticamente solas en la tarea a comunidades y emprendedores. En general, ha faltado la planeación, la coordinación y la constancia.
En cambio, una tendencia plenamente identificable es cómo a la degradación de un destino por sobresaturación, descuido y prácticas corrosivas, sigue la del sitio aledaño, hasta que a su vez queda desprovisto de su atractivo y riqueza original, para pasar a explotar al siguiente.
Es un poco lo que ha pasado en la Riviera Maya, con desplazamiento de norte a sur, a medida que crece la mancha urbana y se deteriora el acervo natural, incluyendo el de lugares paradisiacos como la laguna de Bacalar que simplemente no tienen las condiciones para soportar un turismo de masas.
En algún momento tenemos que hacernos cargo de que el concepto dominante de “sol y playa” se reproduce con una fuerte dosis de vocación suicida. Aparte del daño ambiental y problemas sociales, al crearse enclaves en medio del crecimiento urbano improvisado, quedan expuestos 11 millones de empleos dependientes del turismo.