Parafraseando el dicho popular estadounidense, no sólo el gobierno, sino los mexicanos, como nación, deberíamos poner nuestro dinero donde está nuestra boca: en lo que atañe a la preservación de lo que nos queda de bosques, también han sido recortados drásticamente los recursos de organismos como la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente y la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, de la mano del presupuesto del sector ambiental en general.
Eso ocurría al declinar el “periodo neoliberal” y se ha acentuado con la llamada “cuarta transformación”. No es de extrañar nuestras tasas de deforestación se mantengan en niveles de unas 280,000 hectáreas anuales.
Paradójicamente, ahora que tenemos al programa emblemático Sembrando Vida con etiqueta de prioridad nacional, el panorama pinta cada vez peor. Recibe 10 veces más dinero que la Conafor, pero se acumula evidencia de que más que proyecto socioambiental, lo que queda es un despliegue de clientelismo político marcado por la opacidad y el desorden.
El resultado forestal neto es negativo: tala de árboles para, en el mejor de los casos, plantar otros.
Desafortunadamente, lo que asoma es el peor escenario, como se infiere del informe recién publicado por el World Resources Institute, soportado con monitoreo satelital: vinculado al programa, cerca de 73,000 hectáreas de bosques perdidas en 2019, la mayor parte en zonas de gran biodiversidad y alta vulnerabilidad al cambio climático; en Chiapas, Tabasco, Veracruz, Yucatán, Quintana Roo y Campeche. Especialistas creen que la devastación acumulada podría pasar de 150,000 hectáreas.
No es difícil entender el origen del desastre: se abandonan programas basados en mejores prácticas internacionales, como el Pago por Servicios Ambientales, que remunera a comunidades por cuidar sus bosques, para incentivar que los arrasen para sembrar frutales y maderables, y recibir 5,000 pesos mensuales por cada 2.5 hectáreas. Si el programa no jala a futuro, como es previsible, quedan con una parcela agrícola para otros usos.
Esto es cultivo de afinidades políticas más que de árboles. Adiós bosques, a cambio de un paliativo temporal a familias extremadamente pobres, con el costo colateral de un deterioro ecológico potencialmente radical de su entorno: de la deforestación y pérdida de biodiversidad a procesos de empobrecimiento hídrico y de los suelos.
Para mayor contradicción, mientras se queman y talan más bosques y selvas, con cada vez menos bomberos y guardabosques para salvarlos, ahora se quiere exportar este modelo. Más aún, se decide presumirlo en una cumbre sobre cambio climático, postulado como la propuesta de México.