Ejemplo perfecto es la iniciativa lanzada el 14 de julio por la Comisión Europea para crear el primer arancel al carbono en la historia, como parte de un ambicioso paquete de reformas y acciones para cumplir con el compromiso de recortar las emisiones invernadero de la Unión Europea en 55% en esta década, y llegar a la neutralidad de carbono en el 2050. Más aún porque pronto tuvo eco en Estados Unidos: legisladores demócratas dijeron ese mismo día que iban por el suyo, algo en lo que el equipo del presidente Biden viene trabajando desde antes de llegar a la Casa Blanca.
El arancel europeo, denominado Mecanismo de Ajuste Fronterizo de Carbono, gravaría desde el 2026 a importaciones cuyos procesos productivos no cumplan con parámetros de contención o compensación compatibles a lo exigido en la UE. Cinco días después de su presentación en Bruselas, en Washington se formuló un proyecto formal en el Senado: una tarifa a productos de países que no hagan esfuerzos suficientes para reducir su impacto en el calentamiento global, equivalente a los costos que las empresas establecidas en el país pagan por regulaciones ambientales estatales y federales.
Los senadores proponentes hablaron de recaudar, de inicio, 16,000 millones de dólares anuales por gravámenes a importaciones de China y otros países. Mientras, Rusia se quejó de que la tarifa de su primer socio comercial le costaría más de 7 mil 600 millones al año solo en exportaciones de petróleo, carbón, acero en rollo y aluminio.
¿Podemos descartar riesgos para México con nuestro primer mercado, además del segundo que es el europeo? Más que los aranceles, nos golpearía el efecto en la competitividad: si alguien quiere invertir en nuestro país para poner una planta automotriz, habría que contemplar esas penalizaciones, sumadas a los mayores costos de energía, de persistir nuestro gobierno en el empeño de regresarnos a los monopolios de los 70.
Todavía hay que zanjar diferencias entre los 27 países de la UE y entre demócratas y republicanos en Estados Unidos, además de potenciales disputas comerciales. Pero como dice el refrán, cuando el río suena, agua lleva. Un arancel al carbono hace sentido en un contexto de guerra comercial y como parte de una política climática consistente.
De cara a públicos internos, puede venderse como un tema de reciprocidad: no dar ventaja a países que contaminan y no hacen un esfuerzo proporcional. Si una compañía quiere ahorrar costos y considera para ello llevar líneas de producción a lugares con regulaciones climáticas laxas, dejando sin empleo a mucha gente, tendrá que hacer mejor las cuentas.