Las empresas, hasta hace muy pocos meses, definían las condiciones bajo las cuales contrataban o retenían a un empleado. Estas condiciones tendían a ser rígidas y extenderse al lugar de trabajo, a la vestimenta acordada, inclusive el acceso a determinados lugares dentro del espacio físico. El trabajador, a su vez, no tenía mucha discusión – sólo eventualmente en el salario – y simplemente aceptaba la oferta o la rechazaba.
Esta situación ha cambiado de manera radical y se ha dado un nuevo lugar a la voluntad del trabajador, una especie de reivindicación histórica, un pago de las generaciones pasadas que reciben las nuevas.
El empleado de hoy se divide en dos grandes grupos, un primer grupo que tiene una dependencia del lugar de trabajo, es decir, que no puede realizar la actividad contratada sin que esté en un lugar físico. Un segundo grupo, las nuevas élites laborales, quienes tienen el beneficio de la flexibilidad y de “escoger su lugar y condiciones de trabajo”.
Respecto de estas nuevas “élites laborales”, es muy interesante ver cómo las discusiones, artículos académicos y portadas de revistas globales de negocios de primer nivel gastan estudios y páginas a evaluar la situación de una población que no supera el 12% de la población laboral en América Latina. Es este grupo quien hoy recibe un “derecho” que no existía para poder definir en qué condiciones trabaja, desde qué lugar e inclusive dentro de qué horario.
Aparecen elementos en la mesa que estaban reservados a las empresas y que hoy, de manera increíble se vuelven en razones determinantes para poder contratar o retener un empleado. Las empresas que muestren menor flexibilidad experimentarán una pérdida significativa de competitividad frente a una fuerza de trabajo que ha ganado, y reivindicado, un derecho de negociación y unos derechos que ahora esa “nueva normalidad” le otorga, haya terminado o no la pandemia.
Sin duda alguna, habrá empresas que determinen modelos más rígidos que otras y que, consecuentemente se vuelvan más atractivas para trabajar.