Fue a finales de octubre que Rusia decidió desplegar más de 100,000 tropas cerca de su frontera con Ucrania. Una actitud de confrontación que denota una política con trasfondo revisionista, en respuesta a un reclamo histórico subestimado por Estados Unidos, país que aboga por un nuevo armazón de seguridad europea.
Cabe recordar el pacto no escrito entre Mijail Gorbachov y James Baker, el ex Secretario de Estado de la Unión Americana, a quien se le advirtió que ningún Estado puede incrementar su seguridad a costa de otro en el marco del fin de la cortina de hierro y la caída del Muro de Berlín.
Precisamente, y después de más de 100 días de diplomacia fallida, el pasado 21 de febrero, Vladimir Putin tomó la decisión de reconocer la independencia de las regiones separatistas de Donetsk y Lugansk, seguido del envío de tropas a esta región oriental y la orden de construir bases militares en lo que internacionalmente se reconoce como suelo ucraniano.
Un hecho que contraviene flagrantemente el derecho internacional y que despertará la ráfaga de sanciones económicas, financieras y diplomáticas que terminarán por acercar más a Rusia con China, la alianza bilateral más temida para los intereses geopolíticos y estratégicos de Occidente.
De esta manera, el hombre fuerte de Rusia pone de cabeza al mundo y obliga a un cambio de juego en las fichas geopolíticas entre Europa, Estados Unidos y China, considerando que ésta última brindará su apoyo público a Moscú, el mensaje impregnado entre los dos líderes bajo el contexto de la cumbre olímpica que se celebró en Beijing.
Aquel encuentro que selló un antes y un después en las relaciones sino-rusas y que terminó con el silencio abrupto de Beijing al rechazar tajantemente la expansión de la OTAN hacia Europa del este y reforzando la amistad y la cooperación sin límites.