El Ejecutivo Federal ha planteado, a modo de represalia, sujetar el nombramiento de los ministros a voto popular directo. Para ello, señaló que la Constitución del 57 preveía dicho régimen, pero olvidó, o no le informaron, que el artículo 92 de ese ordenamiento establecía una designación por medio de un colegio electoral, esquema conservador que cayó en desuso. No advirtió, además, que la implantación de dicho método de selección obedecía a que el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación era el sustituto constitucional a falta del presidente en funciones. Así fue como Juárez llegó al cargo.
Poder con poder
En los intensos debates sostenidos en el Congreso constituyente de 1917, se dio cuenta de los enormes inconvenientes que dicho método acarreó en el siglo XIX. Se refirieron puntualmente grotescos fraudes operados desde la silla presidencial. La experiencia fue ingrata, dado que provocó el concurso de los más disímbolos intereses, deformando una instancia que debe ser eminentemente técnica.
La popularidad no es rasgo significativo que permita identificar los mejores perfiles, al momento de asignar sillas en el pleno de la SCJN, como sí lo es al elegir legisladores y al propio Ejecutivo Federal. Para estos últimos cargos, incluso, no se requiere, por norma, saber leer y escribir, basta la más primitiva y rústica capacidad de convocatoria, sí, la mera simpatía generalizada, el gozar de un masivo apego. En el modelo que hemos adoptado, la aceptación popular purga toda falta de instrucción o conocimiento en el terreno de la gestión administrativa o parlamentaria.
En el caso de los legisladores, el encargo trata de llevar, al inefable foro en el que se aprueban las leyes, un mero parecer de conformidad o reprobación, un sí o un no, sin que se precise la capacidad de analizar o ponderar lo que se está decidiendo. Esto hoy se recrudece, por la creciente imposición de votos en bloque o de fracción parlamentaria. El perfil individual y la efectiva representatividad se han venido desdibujando, ya que las dirigencias los han aplastado, imponiendo posiciones adoptadas pragmáticamente en los cerrados cenáculos del cálculo político. Hoy, el partido dominante pretende obviar el proceso legislativo, al estimar que la tenencia del voto de mayoría lo hace dispensable.
En los países desarrollados esta circunstancia se modera o atempera con potentes unidades de revisión y dictaminación, que ponen a disposición de los titulares del voto información, análisis y datos relevantes sobre el tema de marras, siendo estas instancias las encargadas de la redacción técnica y la formulación coherente de cuerpos normativos. No es nuestro caso.
La reciente decisión reprobatoria del conocido como Plan B puso al descubierto que quien ocupa un cargo como ministro de la SCJN debe tener características y cualidades que le permitan no sólo hacer un profundo análisis en lo jurídico de los asuntos que le sean planteados, sino gozar de una condición de prestigio y una bien ganada reputación, que contribuya a la integración de un cuerpo deliberativo que, sin temor, pueda objetar el abuso de poder y señalar la arbitrariedad, aún en contra y a pesar, de las ambiciones y excesos provenientes de palacio. Nunca nuestro país había visto que, desde ahí, se lanzaran arteros ataques y descalificaciones.
Por ello los requisitos constitucionales apuntan hacia sujetos que cuenten con la solvencia técnica y moral que resulten propicias a la integración de un colectivo dotado de credibilidad, confiabilidad e imparcialidad, calidades que precisa un órgano que debe ser, en forma y fondo, balance constitucional de la gestión gubernamental, tanto en lo administrativo, como en lo legislativo.
La colegiación escalonada establecida por el Constituyente dificulta que los intereses puedan capturar las mayorías necesarias para adoptar las más graves decisiones que debe emitir el alto tribunal. López Obrador nombró a cuatro ministros, pero, aun así, afortunadamente, no goza de las mieles de la incondicional sumisión del pleno, ella le permitiría hacer nugatoria la función jurisdiccional. Hasta ahora, el mecanismo de balance ha operado en protección de la Carta Fundamental.
La dispensa del constitucional trámite formativo de leyes atropella, vulnera y anula gravemente el pacto constitucional, erigiendo una inaceptable tiranía de la mayoría. La excepcional medida sólo debe ser aplicada a asuntos administrativos u operativos en el Congreso de la Unión. Un carro completo, armado por la partidocracia, en elecciones de ministros, anularía completamente la división de poderes, último reducto protector de la democracia.
Nota del editor: Gabriel Reyes es exprocurador fiscal de la Federación. Fue prosecretario de la Junta de Gobierno de Banxico y de la Comisión de Cambios, y miembro de las juntas de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores y de la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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