Es cierto que la modernidad introdujo materias y sectores que no pudieron siquiera imaginar los integrantes del Congreso de la última mitad del siglo XX, pero, lo que ahora resaltamos es que las manos que mecieron la cuna los últimos 40 años nos han dejado un ordenamiento jurídico plagado de distorsiones, sesgos y desvíos, que, lejos de abonar en condiciones que nos sacaran del subdesarrollo, nos han hundido aún más en él.
Es abrumadora la cantidad de leyes y decretos armados a modo, en los que el tiempo dejó clara la existencia de algún promotor o financiador sustantivo que hizo bailar a los legisladores al ritmo que el negocio marcaba. Muchos, claro, buscaban promoverse, para llegar a ser gobernadores, o simplemente, pasar de una Cámara a la otra, en tanto que otros se volvieron acaudalados personajes cuyas cuentas bancarias no se compadecieron, jamás, con las dietas y estipendios recibidos oficialmente.
Algunos de ellos cuentan en su currículo 20, 30 o más años de “servicio público”, esto es, desarrollaron una actividad que apuradamente les habría generado ingresos suficientes para vivir modesta, pero decentemente. Sin embargo, son dueños de decenas de inmuebles, costosas mansiones, y tienen una desahogada forma de vida que nadie puede creer haya sido producto de un modo honesto de vida. Algunos de ellos, incluso, están vetados para ingresar al vecino del norte, dado que cuentan con abultados y comprometedores expedientes. Esos bolsillos llenos han dejado un ordenamiento jurídico caótico, mal escrito y peor implementado. Nos tomará décadas rehacer la vida jurídica del país.
Hoy, destaca la llamada legislación electoral, producto de las más bajas pasiones, turbios arreglos y opacos intereses. Es ese sector de la vida pública la que inspiró originalmente la frase que reza que la política nacional es una arena de cuotas y cuates.
Durante mucho tiempo se confirió gratuitamente al instituto electoral el ser origen de la paz postelectoral, pero es claro que han vivido en un entorno donde el mérito se encuentra en lo que no pasó, esto es, el que no se suscitó un conflicto al concluir las elecciones, lo cual pudo suceder bien, porque los controles han sido suficientes, o porque los derrotados no pudieron acopiar elementos que les permitiera sustentar un litigio con probabilidades de éxito.
Hasta hoy, sólo podemos dar cuenta de que Zedillo se encargó de apagar toda posibilidad de contienda en el año 2000, y que, en el 2006, el órgano electoral no fue realmente el factor de estabilización que sacó al PRD de las calles. Años después, el panismo aceptó la derrota. En el 2018 “ganó” el eterno inconforme. De forma que no hemos visto a un Consejo que imponga el orden, acalle inconformidades, ni mucho menos que esclarezca el uso ilegal de financiamiento en las campañas.
El proceso en curso es la primera prueba a la que es sometida la autoridad electoral, y, hasta ahora, está reprobada. No sólo acusa severas deficiencias la mecánica de integración del órgano supremo, sino que las medidas correctivas no cuentan con la gradualidad necesaria que les permita establecer condiciones equitativas sin que deban arrasar el tablero de juego. Está secuestrado por personas incapaces, sobre todo, de ocultar sus querencias, afinidades y lealtades, y ya no hablemos de la aptitud para generar confianza en el resultado.
Qué bueno que el INE se defienda del que está de paso por la silla presidencial, evitando que infrinja la Constitución, pero es necesario ser serio y realista en cuanto a lo que es y puede hacer, distinguiéndolo de lo que nos gustaría que fuera, pero nunca ha sido.