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Entre Ávila y Camacho

Ebrard no puede, por más que intente, parecerse al prócer que López Obrador dibuja en su mente, cuando recuerda a los héroes que arrebató al PRI para construir la dinastía a la que presume pertenecer.
vie 09 junio 2023 06:10 AM
El presidente López Obrador con dos de sus "corcholatas"
La jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, y el canciller Marcelo Ebrard, en una de las conferencias mañaneras del presidente.

(Expansión) - El discurso del 18 de marzo fue demoledor, estableció una carrera parejera entre la favorita y el incondicional. Ese día recordó al general Cárdenas, no para bien, sino para señalar y destacar el error que supuestamente cometió al elegir como sucesor a Ávila Camacho, siendo Múgica el más cercano al proyecto ideológico que postulaba el michoacano.

El alegado error no fue tan grave, designó al saliente como ministro de Defensa, y cobijó que éste, y su familia, conservaran importantes caudales con los que la revolución les hizo justicia. El modesto peculio de un funcionario público que vivía del estipendio oficial dio paso a una importante fortuna que ha permitido vivir desahogadamente a tres generaciones. Sin sobresaltos, ni apoyos comprometedores, hizo posible no sólo ganar dos gubernaturas, sino financiar la formación del propio partido, el cual duró tres décadas.

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En cambio, a Múgica, exgobernador de Tabasco, Ávila Camacho lo mandó lo más lejos que pudo, le designó gobernador de Baja California Sur, en donde jamás volvió a brillar en política.

El presidente ha hecho la prueba, una y otra vez, no importa el candidato, el caudillaje le permite ganar elecciones a la distancia y sin mayor esfuerzo. Coahuila es la excepción que confirma la regla, porque en otros estados ha llegado a acuerdos que le permiten imponer virreinatos federales, como los que existían en Oaxaca, Hidalgo, Sonora y el Estado de México, donde gobernó a sus anchas con anodinos personajes que vivieron bajo la espada de Damocles, mismos que entregaron dichas entidades sin gran aspaviento.

Marcelo Ebrard no puede, por más que intente, parecerse al prócer que López Obrador dibuja en su mente, cuando recuerda a los héroes que arrebató al PRI para construir la dinastía a la que presume pertenecer. Aunque no lo diga, lo ve como un afrancesado advenedizo que, por mero pragmatismo, le acomodó afiliar en aquel lejano 1994, dado que fue clave en el armado del último carro completo del PRI en el D.F. Su nexo magisterial, sumado al de Bejarano, puso la capital a sus pies. A partir de entonces, la capacidad de operar en el exterior le mantuvo como pieza útil, pero no más que eso. Durante mucho tiempo, fue el único cercano que hablaba inglés.

Ha seguido a pie juntillas, queriendo o no, la ruta que le marcara su mentor Manuel Camacho. Al igual que aquel, pensó durante años que arrancó el sexenio con media candidatura en la bolsa. También fungió, a lo largo del sexenio, como el comodín del gabinete, para todos esos asuntos complicados y enredosos que al presidente preocuparon. Sintió tenerlo todo, pero al final se quedó sin nada. El paralelismo de ambas trayectorias es innegable.

Sin embargo, a partir de ese fatídico discurso, un balde de agua helada cayó sobre él, por lo que se aferra a su última oportunidad, el entregarse a la charada de una consulta, asumiendo, ingenuamente, que al Ejecutivo Federal le pesaría que gane la auscultación, como cuando “cedió” la candidatura al actual presidente.

A diferencia de Monreal, él no prefiere ser nada. Ha trabajado por la candidatura y no se alineará fácilmente, no le interesa un cómodo destierro de oro. Sabe que el lunes podría estar renunciando a lo que sería su último cargo en el sector público federal. Si no es ungido, le pasará lo que a De la Fuente, cuyo único pecado fue el tener un perfil que podría crecer fuera del control de palacio, sí, como él, quedaría destinado a un cargo que se ejerza sin poder hacer política en México.

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Se equivocan quienes piensen que puede encontrar acomodo en la oposición. El cortés, gélido y dramático enfrentamiento que vivirá con López Obrador le hará perder toda popularidad entre los seguidores del tabasqueño, y no le alcanzará para construir, de la noche a la mañana, el perfil de paladín que pudiera representar todo aquello que no ha defendido desde que se aposentó en la cómoda izquierda de los puestos de alto nivel.

Le sabe mucho a su jefe, tanto, que puede llegar a ser su principal problema. Pero tras haber comprobado éste que el electorado mexicano aun no sale del letargo, ni de los cómodos sillones de domingo, a votar. Difícilmente puede encontrar en Marcelo algo que necesite o no tenga. En el ánimo del gran elector está en un movedizo tercer lugar, que puede terminar en descalificación anticipada.

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Nota del editor: Gabriel Reyes es exprocurador fiscal de la Federación. Fue prosecretario de la Junta de Gobierno de Banxico y de la Comisión de Cambios, y miembro de las juntas de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores y de la Comisión Nacional de Seguros y Fianzas. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.

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