La transición energética es un asunto prioritario en un contexto de crisis climática y reconfiguración del poder mundial. Tenemos hasta el 2030 para reducir la brecha de emisiones que nos permitirá evitar que la temperatura planetaria aumente más de 2°C respecto de la era pre-industrial. Actualmente, por cada dólar invertido en combustibles fósiles, se invierten dos en energía limpia. México sigue dependiendo de los combustibles fósiles para mover su economía, aunque nuestras reservas petroleras no alcanzarán para más de 10 años. Pemex es incapaz de hacer rentable sus operaciones de refinación de petróleo, dependemos del gas importado para generar electricidad y nuestra infraestructura eléctrica está rezagada y saturada.
Claroscuros en el plan de transición energética de Sheinbaum
La elección de Claudia Sheinbaum como presidenta de México ha generado enormes expectativas respecto a un cambio profundo en las políticas energéticas debido a su formación como experta en cambio climático y transición energética. Sin embargo, para cualquier experto que haya seguido de cerca las propuestas de campaña, es evidente la profunda ambigüedad en las mismas.
Por un lado, Sheinbaum propone un ambicioso programa de inversión en energías renovables, consolidando el Plan Sonora y enfatizando el aprovechamiento de energía renovable de capacidad firme (geotérmica, hidroeléctrica y bioenergía) y la generación distribuida. Esto incluye un programa nacional para el reemplazo de fogones por cocinas eficientes y limpias, y la promoción de paneles y calentadores solares en techos de viviendas y comercios. También ha mencionado la inversión en líneas de transmisión y distribución cruciales para un sistema energético eficiente, así como programas para la contención de la demanda a partir de la eficiencia energética y la electromovilidad, especialmente en el transporte público, incluyendo trenes de pasajeros y de carga.
Por otro lado, aunque Sheinbaum propone "reemplazar derivados del petróleo por energías alternativas y electricidad" y no "permitir la explotación de hidrocarburos a partir del fracking", también sugiere "aprovechar al máximo las coquizadoras para dejar de producir combustóleo" y garantizar "la autosuficiencia en gasolinas" con la operación de las refinerías existentes y la nueva refinería Olmeca en Dos Bocas. Además, la propuesta incluye el apoyo a Pemex y CFE para mejorar su posición financiera y consolidarlas como "palanca del desarrollo", mejorando sus finanzas y su organización con "proyectos de inversión rentables y amigables con el medio ambiente que garanticen la soberanía energética."
Lograr todos estos objetivos sería ideal pero inviable en un contexto de restricción presupuestaria. Con un déficit público de más de 6%, la presidenta electa debe honrar compromisos con programas sociales existentes y otros nuevos, pagar la deuda de Pemex, invertir en su rescate y renovación y la de CFE, así como en la ampliación de las redes de transmisión y en nuevos proyectos de energía renovable. Solo la deuda de Pemex supera los 100,000 millones de dólares, o 6% del PIB, misma que ha sido financiada por el gobierno y que limita la capacidad para invertir recursos públicos en tecnología avanzada necesaria para reducir la huella de carbono de la empresa. Además, la propuesta presidencial de evitar "gasolinazos" implica mantener los subsidios cuando los precios internacionales del gas y el petróleo sean altos, sin una referencia clara al papel que podrían tener las energías renovables y la electromovilidad para reducir estos precios y evitar el riesgo de su fluctuación. Estos subsidios, aunque percibidos como beneficiosos para los más pobres, son socialmente regresivos y perjudiciales para el medio ambiente.
Quizá la clave para resolver el enigma de la ambivalencia en las políticas energéticas de Sheinbaum resida en su propuesta de planear la transición energética para los siguientes 30 años. En un contexto de transición lenta que parte del presupuesto de que México no tiene obligación de actuar rápidamente (al 2030) en los esfuerzos por alejarnos de los combustibles fósiles, la adopción de energías renovables en México sería más limitada que las expectativas globales, sobre todo si no se quieren ampliar las inversiones privadas. Las inversiones públicas se limitarían a algunos proyectos a gran escala como el Plan Sonora, que ya están abiertos a inversión privada, a la ampliación de la generación distribuida también financiada en gran parte por recursos privados, y apostando ampliamente a la eficiencia energética, lo que puede lograrse mediante regulación. La electromovilidad en el transporte público también requeriría inversiones sustantivas, pero quizá se pueda recurrir a esquemas financieros innovadores público-privados. La adopción de autos eléctricos sería menos costosa pues puede fomentarse a través de regulación e incentivos fiscales. Los esfuerzos de rescate de Pemex se limitarían a mejorar las operaciones de la empresa, esperando que se contemple el cierre de refinerías obsoletas y la inversión en petroquímica a largo plazo.
Alentar la transición energética, sin embargo, atenta contra los intereses de México. El país debe acelerar claramente la transición energética por oportunidad económica y obligación social. Siendo la 12ª economía mundial y el socio comercial más importante de Estados Unidos, no puede ser ajeno a los cambios vertiginosos que tienen lugar en las energías renovables y los vehículos eléctricos, y a la creciente demanda por energías limpias impulsada por la relocalización de empresas. Siendo el cuarto país de mayor exposición a los desastres climáticos, con los costos sociales y de recursos públicos que implican fenómenos como el huracán Otis, México no tiene tiempo que perder.
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Nota del editor: Isabel Studer es Presidenta de Sostenibilidad Global. Síguela en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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