Fue ese día cuando se dio cuenta a la Cámara de Diputados de una decisión que cambiará la suerte del país para muchos años. Si bien es cierto, se propuso una terna para elegir a quien “posiblemente” le sustituirá, también lo es que, cualquier persona avezada y con experiencia en el sector financiero, dará el peso que corresponde a ese infortunado suceso.
No sólo fue ridículo, sino hasta hilarante, el pretexto basado en falta de personal, de serlo, este resultaría extensivo a cualquier gran empresa que reciba servicios contables de esa firma. Una vez aceptado el encargo, la única salida a su alcance era contratar más gente. Sí, por lo pronto, dejo para otra oportunidad, el debate de si la renuncia fue legal o no, dado que se trata de un cargo de elección popular indirecta.
El problema no es lo que decidió hacer la firma contable, sino las ocultas e inexplicadas razones que le llevaron a tomar una determinación que no sólo le enfrenta con el gobierno en turno, sino que, además, ocasionará la legitima demanda y reclamo por parte de los inversionistas nacionales y extranjeros, de una puntual, exacta, y muy amplia explicación, dado que las razones que hicieron que se incluyera en la ley que rige al Banco de México a un auditor externo fue, precisamente, la necesidad de proveer al establecimiento de condiciones de transparencia y plena revelación a los mercados respecto de todo aquello que sucede hacia el interior de ese instituto central.
Su deber no es, ni puede ser frente al auditado, ni mucho menos, frente a los órganos políticos que hacen una selección por mandato de ley, sino frente a la comunidad financiera, y, en última instancia, frente a los mexicanos que pagaron sus honorarios. El tomar esa encomienda, que ha pasado por las manos de las principales manos auditoras internacionales, suele ser motivo de orgullo y marca de prestigio nacional e internacional, abriendo, por ello, muchas puertas y oportunidades, pero la salida intempestiva, drástica y demoledora puede, y debe ser, exactamente lo contrario, de no cumplirse a cabalidad lo buscado por el legislador federal, como elemento esencial de la autonomía de ese banco, la efectiva transparencia financiera.
En estas líneas el lector tuvo, en su momento, la oportuna noticia de que se dejó por mucho tiempo al garete la designación de quien debía desempeñar ese cargo, así como que, en México, navegábamos hacia la tempestad, teniendo un banco central en quiebra o bancarrota, dado que, sin darle el peso y consideración que tiene, el balance de esa corporación pública registró un saldo negativo, esto es, llegó a reflejar un capital contable en números rojos, por una suma que rebasó sustancialmente los 400 mil millones de pesos.
De manera que ninguna noticia en el orden financiero podría ser motivo de regocijo, mientras el responsable de la política monetaria, de haber sido un banco comercial, ya habría sido intervenido. Hasta ahora, el ente oficial ha sabido mantener en el papel la debacle que ya sufre México, esto, al tiempo de seguir, irresponsablemente, jugando al tío Lolo con operaciones clandestinas en el mercado cambiario, proveyendo a la artificial formación de un tipo de cambio falaz, absurdo, y que, lejos de servir a la nación, constituye una bomba de tiempo que, inexorablemente, se ajustará al nivel correcto.
En abierta violación del texto constitucional, la Ley del Banco de México confió al Gobierno Federal la conducción de la Comisión de Cambios, a sabiendas de que el constituyente fue enfático en señalar que ese mando debía quedar en el Banxico. Cuando aún ese organismo de estado en los hechos existía, esa situación hubiera evitado que pasara lo que ya pasó. Ahora sólo existe como una entelequia legal que se desvaneció en medio de caprichos provenientes de una facción política, siendo un mero títere de la SHCP.
Nada bueno pudo venir de designaciones que recayeron en leales e incondicionales, sin buena experiencia en el manejo de la política monetaria, crediticia y cambiaria. Quienes integran la Junta de Gobierno no dan cuenta experiencia previa en esos ramos, y sólo acumulan los años que han pasado desde que fueron, inexplicable y cínicamente, designados como miembros de la máxima instancia de autoridad financiera. Mal por quienes los nombraron, y peor, por quienes aceptaron.
Hemos dicho que la falta de seriedad en la Reserva de Activos Internacionales arrancó con aquella indebida aportación extraordinaria, y a fondo perdido al FMI, que hiciera, con fines groseramente políticos, José Antonio Meade, esto, por la friolera de 14,000 millones de dólares, los cuales jamás debieron ser computados en dicha reserva. Desde entonces, se han venido registrando en ella corcholatas y otros activos “patito”, a modo de engrosar la cifra que se da al público. Pasamos, de una extrema secrecía de la cifra, promovida por Mancera, a un uso político electoral de un abultado saldo, en tiempos de Carstens, manteniendo en la más absoluta opacidad su composición. El Banco sólo da cuenta de la cifra maquillada, impidiendo al mercado conocer, uno a uno, los activos que la componen, sabiendo que muchos de ellos no pasan la prueba de la risa.
De modo que basta la renuncia del Auditor Externo, para poner en tela de juicio no sólo el monto de la Reserva, sino todo informe, reporte o decisión, tanto de la Junta de Gobierno, como de la Comisión de Cambios. La inexistencia de equilibrios políticos en el país, y la insubstancialidad técnica de ese escuálido y vendido cómplice, que se hace llamar “la oposición”, hizo que el demoledor anuncio pasara de noche y sin que tuviera lugar el obligado debate en el seno del congreso.
El errático, absurdo y grotesco intervencionismo en el mercado cambiario, que hoy se vive, parecería quedará impune, pero, de haber hecho carrera en el Banco de México, los integrantes de su inocua Junta sabrían que, más temprano que tarde, pagarán cara la deslealtad que han tenido con los mexicanos, al no haber cumplido con seriedad y responsabilidad el encargo.