Hablar sobre fraude no basta. Hay que hacer las preguntas incómodas: ¿Por qué la protección falla? ¿Por qué culpamos a la víctima en lugar de exigir justicia? Si no cambiamos el enfoque, el problema nunca cambiará.
Pero hay algo más que ignoramos: un fraude deja cicatrices. No solo se lleva el dinero, también atraviesa emocionalmente a la víctima, que enfrenta un duelo con todas sus etapas: negación, ira, depresión… y, casi siempre, sola.
Negación. Esto no me puede estar pasando
Las víctimas se niegan a creerlo. Es devastador aceptar que alguien jugó con su confianza, que su criterio falló, que las señales de alerta no bastaron. El golpe es doble: pierden dinero y también la certeza en su propio juicio. La mente se aferra a la idea de que todo es un error, hasta que la realidad se impone. Pero la negación no dura para siempre. Cuando el impacto se asienta, lo que sigue es el enojo.
Ira. ¿Cómo pudieron hacerme esto?
El enojo estalla. Contra el estafador, contra las instituciones que no protegieron lo suficiente, contra amigos y familiares que no advirtieron. Pero lo más cruel es el juicio interno: la víctima se culpa por no haberlo visto venir y, con miedo a ser señalada, se aísla. Porque sí, es juzgada. Si alguien es asaltado en la calle, nadie le pregunta por qué no corrió más rápido. Pero si la persona cae en un fraude, llueven cuestionamientos como: ¿Por qué diste tu información? ¿Por qué confiaste? ¿Por qué no te diste cuenta?. Como si la culpa fuera suya y no del estafador.
Cuando la ira se agota, llega la pregunta inevitable: ¿y si hubiera hecho algo diferente? La víctima empieza a buscar respuestas o cualquier cosa que pueda cambiar lo ocurrido.
Negociación. Si hubiera actuado diferente
La víctima llama a su institución financiera, revisa mensajes, reconstruye cada paso con la esperanza de encontrar una salida. En el proceso, se castiga con un sinfín de hubieras: Si hubiera leído mejor, si hubiera esperado, si hubiera desconfiado. Pero tras repasar cada detalle, llega una verdad difícil de aceptar: nada de eso cambiará lo que pasó. Y ahí, la tristeza se instala.
Depresión. No volveré a confiar en nadie
Cuando la víctima acepta que el dinero no volverá, lo que realmente pesa no es solo la pérdida económica, sino la confianza rota.
La paranoia se instala. Las personas se vuelven hipervigilantes. Desconfían de plataformas digitales, instituciones, y personas. Muchas víctimas desarrollan ansiedad, insomnio y miedo a tomar decisiones financieras. No es solo el fraude lo que duele, sino la sensación de haber sido traicionado. El mundo deja de parecer seguro. Pero, con el tiempo, algunas víctimas logran ver más allá y entienden que esta experiencia no las define.
Aceptación. Esto me pasó, pero no me define
Aceptar no significa justificar el fraude ni minimizar el daño. Es comprender que una mala experiencia no define a una persona.
Pero muchas víctimas no llegan hasta aquí, porque la vergüenza las silencia. Temen el juicio, la burla y la indiferencia. Y ahí es donde está el verdadero problema: seguimos hablando del fraude desde el reproche, no desde la empatía.
Eso tiene que cambiar. Basta de culpar a las víctimas. No son ingenuas ni descuidadas.
Las instituciones financieras deben dejar de lavarse las manos. La educación financiera es importante, sí, pero no basta, hay que reforzar la seguridad, mejorar los protocolos de prevención y, sobre todo, brindar apoyo a quienes han sido defraudados.