Con el paso del tiempo, he sido testigo de cómo personas cercanas a mí —familiares, amigos, colegas— han caído víctimas de algún tipo de fraude o estafa. Lo impactante es que estos incidentes no discriminan: no importa tu ocupación, nivel educativo o contexto social, todos estamos expuestos. No se trata de ser ingenuo o descuidado; todos podemos tener un mal día o un momento de vulnerabilidad que los estafadores saben aprovechar al máximo.
¿Por qué somos víctimas de fraude?
Cada vez es más frecuente escuchar anécdotas de personas que compran un teléfono por internet y recibieron un ladrillo en su lugar, o que rentan un departamento y el arrendatario desapareció con su depósito. Y aunque solemos centrarnos en las pérdidas económicas —porque, claro, perder dinero duele—, hay otros costos invisibles que resultan igual de devastadores. La vergüenza, el miedo y la desconfianza son cicatrices psicológicas que acompañan al fraude, y son las que menos se discuten.
Es precisamente este costo emocional lo que convierte al fraude en un tema incómodo, casi un tabú. Sabemos que el fraude existe, y hemos visto incontables publicaciones y consejos sobre cómo prevenirlo, pero aun así, seguimos cayendo.
Y es que los estafadores han perfeccionado sus métodos, usando tecnología, softwares avanzados, y sobre todo, técnicas de comunicación para manipular a sus víctimas. No es cuestión de simple ingenuidad; es la sofisticación de la ingeniería social lo que hace que tantos caigan en sus redes.
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Confianza, el punto ciego de la seguridad
A pesar de nuestro conocimiento en torno al diseño de contraseñas robustas, navegación segura y protección de datos, todos somos vulnerables. Gracias a la ingeniería social, los delincuentes logran convencernos de que hagamos clic en un enlace o de que hagamos un pago, sin tener certeza de qué tan confiable es el vendedor del marketplace.
Los estafadores no necesitan forzar su entrada en la vida de sus víctimas; lo logran a través de conexiones instantáneas que explotan uno de los puntos más vulnerables del ser humano: la confianza. Su habilidad no está en superar las barreras tecnológicas, sino en derribar las psicológicas. Con persuasión precisa y argumentos cuidadosamente diseñados, logran que las personas ignoren señales de alerta que, en otras circunstancias, serían evidentes.
El verdadero poder de los estafadores radica en su capacidad de generar un sentimiento de confianza que desarma incluso a los más cautelosos. No importa cuán sólidas sean las contraseñas o cuántos sistemas de seguridad se implementen, la ingeniería social se aprovecha de un punto ciego inherente a nuestra naturaleza: las ganas de creer, ya sea en otros, o de creer que existen tan buenas ofertas u oportunidades.
Los estafadores crean un entorno de falsa seguridad, donde las víctimas sienten que están en control, cuando en realidad ya lo han perdido desde el momento en que bajaron la guardia.
Una vez que logran que bajen la guardia, los delincuentes despliegan un juego sofisticado que toca las fibras más profundas de la psicología humana, apelando a deseos y necesidades ocultas. Esta técnica no solo facilita el éxito del fraude, sino que convierte a la víctima en cómplice involuntaria de su propia vulnerabilidad.
La vergüenza
Un elemento clave que los estafadores explotan es la vergüenza. Cuando alguien se convierte en víctima de un fraude, el primer impacto suele ser una mezcla de incredulidad y humillación. La mente de la víctima se ve inundada por la pregunta: "¿Cómo pude haber caído en esto?", que más que un reflejo de asombro, es una muestra del miedo al juicio externo. La posibilidad de ser visto como ingenuo o distraído genera un profundo malestar que, en muchos casos, lleva al silencio.
Ese silencio es una trampa peligrosa. Al elegir no compartir su experiencia, la víctima no sólo niega la oportunidad de procesar lo ocurrido, sino que también contribuye a que las estafas continúen.
Los delincuentes se benefician del aislamiento emocional y la falta de diálogo, porque mientras las víctimas no hablen, el conocimiento y la prevención quedan estancados. La vergüenza, irónicamente, se convierte en un arma más poderosa que cualquier estrategia de manipulación inicial.
Más sofisticada que la tecnología de punta
La ingeniería social ha evolucionado y se ha vuelto notablemente más sofisticada que la tecnología de punta y puede llevarse a cabo tanto de manera presencial como virtual, con técnicas como el vishing (llamadas telefónicas) y el phishing (interacciones en línea) a través de redes sociales, correos electrónicos y otros canales.
Los estafadores no necesitan romper candados digitales; su verdadera destreza está en vulnerar nuestras barreras emocionales, explotando la confianza y la vergüenza. Entender cómo estas dinámicas nos convierten en víctimas es crucial para prevenir futuros engaños.
Hablar del fraude no solo debe centrarse en la tecnología, sino en los mecanismos psicológicos que permiten su perpetuación. Solo así, reconociendo nuestras vulnerabilidades, podremos comenzar a protegernos de manera efectiva.
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Nota del editor: Fátima Herrera es Product Manager de Klibu. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente a la autora.
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