Año nuevo, retos nuevos. El 2025 inicia con una realidad ineludible para las empresas, una máxima que ya no pueden ignorar: la salud mental de los colaboradores no es un lujo, es una necesidad inaplazable y, en muchos casos, una deuda histórica pendiente.
Tecnología, ¿amiga o enemiga en la salud mental?
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La tecnología, con sus promesas de soluciones innovadoras, parece ser la aliada perfecta para enfrentar este desafío. Sin embargo, también podría transformarse en una amenaza. Mal implementada, se convierte en una espada de doble filo: genera dilemas éticos, compromete la privacidad y puede hacer más mal que bien. Entonces, la pregunta es: ¿estamos ante la posibilidad de construir ambientes laborales más saludables o bien, frente a un espejismo que esconde cuantiosos problemas?
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La tecnología puede ser la pieza maestra o la más débil del tablero de la salud mental. Aplicaciones que rastrean el sueño, sensores que monitorean el ritmo cardíaco y plataformas de terapia virtual prometen mejorar el bienestar de las personas. Incluso, un smartwatch puede medir pasos y, además, detectar un ritmo cardíaco persistentemente elevado, anticipando un ataque de ansiedad antes de que la persona lo perciba. Sin embargo, ese mismo potencial puede convertirse en un riesgo: como cualquier ventana, también permite que otros miren hacia el interior, ya sean superiores, colegas o subordinados.
La Organización Mundial de la Salud estima que la depresión y la ansiedad generan una pérdida global de un billón de dólares anuales. La solución digital tiene un encanto evidente: disponibilidad 24/7, personalización y menores costos. Incluso, empresas como McKinsey aseguran que las herramientas digitales bien diseñadas mejoran la resiliencia y la eficiencia. Pero, ¿a qué precio?
La recopilación de datos es la base de estas tecnologías. Para ofrecer recomendaciones personalizadas, necesitan saberlo todo: patrones de sueño, estado de ánimo, frecuencia respiratoria. En el mejor de los casos, previenen una crisis. En el peor, convierten la información en moneda de cambio o en un arma para los empleadores. La línea entre cuidado y vigilancia es fina. Y, como advierte el National Institute of Mental Health, la falta de regulación es un problema crítico.
Dilemas de la IA
La inteligencia artificial (IA) ofrece prometedores avances: terapeutas virtuales, diagnósticos algorítmicos, acceso democratizado a la salud mental. Pero el espejismo trae consigo un lado oscuro. Los sesgos algorítmicos perpetúan estereotipos si los modelos no se entrenan bien. Además, la terapia es más que diagnósticos; es empatía y ser escuchado y ningún bot puede replicar eso.
También está el problema de la aceptación. Muchas herramientas fracasan porque los colaboradores dudan de ellas. Sin transparencia sobre el manejo de datos, cualquier iniciativa bien intencionada puede generar desconfianza y cinismo. Si el software que mide emociones también evalúa el desempeño, ¿qué tan honesto puede ser el empleado? La transparencia es frágil.
Aunque promete eficiencia, la tecnología también agota. Las notificaciones incesantes drenan la energía mental más rápido que un turno doble. Una app de meditación puede mejorar el sueño, pero si el mismo dispositivo recibe correos a las tres de la mañana, el equilibrio se desvanece como humo. Las empresas deben establecer límites claros. La hiperconectividad sin gestión agrava el agotamiento y por ende, la salud mental de la gente.
Hacia un futuro ético y humano
No es una panacea. Integrar la tecnología en estrategias que cuiden la salud mental en las empresas requiere una visión crítica y holística. Además de contemplar los siguientes principios:
- Propósito. Las herramientas digitales deben apoyar, no vigilar.
- Equilibrio. Políticas genuinas y espacios de conversación importan tanto como cualquier aplicación.
- Transparencia y regulación. La privacidad debe ser prioridad. Los marcos normativos no pueden esperar más ante una realidad que está a la vuelta de la esquina.
Todo este avance tecnológico es solo un espejo que devuelve la mirada a nuestras verdaderas motivaciones. ¿Queremos cuidar a las personas que integran nuestras organizaciones o solo cumplir con la última moda corporativa? No nos engañemos: la tecnología no funciona como una varita mágica. Será nuestra aliada solo si la manejamos con ética y humanidad. Invertir en salud mental no es firmar un cheque para comprar un software ni presumir una app, es rediseñar la cultura y poner a las personas donde siempre debieron estar: al centro de la operación.
La cuestión no es si la tecnología puede cuidarnos, ni si sabremos usarla con responsabilidad. Porque la salud mental no se automatiza. Se construye. Y, para eso, hace falta algo que ningún algoritmo puede ofrecer: empatía, acción y compromiso. ¿Estás listo para hacerlo, o sólo buscas la próxima excusa?
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Nota del editor: Yunue Cárdenas es CEO de Menthalising. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusivamente al autor.
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