México está a las puertas de una reforma laboral histórica: reducir la jornada semanal ordinaria de 48 a 40 horas. Sin duda es una propuesta ambiciosa que en cualquier otra coyuntura parecería radical. Sin embargo, en el contexto actual, con un gobierno que ha demostrado tener músculo político, respaldo social y una narrativa clara de justicia laboral, el debate ya no gira en torno a si va a suceder, sino cómo y cuándo.
La reforma de las 40 horas; inevitable, pero no automática

La reducción de la jornada no es una ocurrencia ni un capricho político, sino una deuda pendiente. La Organización Internacional del Trabajo (OIT), a través del Convenio 47, lleva más de medio siglo recomendando un límite de 40 horas semanales. México contabiliza más de 2,200 horas trabajadas al año por persona (frente a un promedio de 1,740 en la OCDE), con lo que encabeza la lista de países con jornadas más extensas y, paradójicamente, con niveles de productividad estancados. De sobra se ha demostrado que más horas no implican mejores resultados, pero sí, muchas veces, entornos laborales desgastantes y poco sostenibles.
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Lo interesante del momento actual es la forma en la que el gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum ha decidido encarar el tema. A diferencia del sexenio anterior, donde las reformas, particularmente las laborales, no dejaban a las empresas mucho margen de maniobra, hoy vemos un enfoque más estructurado y metódico. Sheinbaum, en una muestra de su perfil técnico y formación científica, ha dejado entrever una lógica gradualista que busca evitar el caos en la implementación. Tal como ha ocurrido con el salario mínimo, donde la meta sexenal es que permita a los trabajadores adquirir 2.5 canastas básicas, con incrementos anuales sostenidos del 12.5%, la reforma de reducción de la jornada laboral ya perfila una hoja de ruta hacia 2030.
Este matiz es fundamental. De entrada, mitiga la incertidumbre que en 2023 generaron algunas iniciativas legislativas sobre este mismo tema, que proponían cambios inmediatos y sin espacio de adaptación. En cambio, los proyectos más recientes ya contemplan una entrada en vigor progresiva. Se discute incluso si esta transición deberá aplicarse por sectores o tipos de trabajadores, una posibilidad que, aunque razonable, choca con la tradición de generalidad de la Ley Federal del Trabajo. Hablando de la jornada laboral, la ley no distingue entre industrias extractivas, manufactura o grandes corporativos: La norma aplica para todos.
Aquí se abre una oportunidad y un reto mayúsculo para el Congreso y los actores políticos y sociales: construir una implementación flexible sin caer en la fragmentación jurídica. La pregunta no es si debe reducirse la jornada, sino cómo hacerlo sin sacrificar competitividad, la productividad ni empleo formal. Porque, aunque el argumento moral está más que ganado, una ejecución mal diseñada podría tener efectos adversos, especialmente para pequeñas y medianas empresas.
Aunque la discusión principal debe centrarse en la instrumentación de la jornada laboral de 40 horas, no podemos ignorar que muchos la han visto como un choque entre trabajadores y empresarios. Sin embargo, esa visión es equivocada.
Si algo dejó claro el proceso de eliminación del outsourcing en 2021 —que parecía inviable en un país donde la subcontratación era práctica común— es que cuando las reformas laborales son inevitables, oponerse frontalmente no solo es inútil, sino que puede resultar costoso.
En su momento, más de un empresario me preguntó sobre alternativas para sortear la norma. La respuesta entonces era simple: no se puede. Y hoy, con la jornada de 40 horas, ocurre algo similar. Las resistencias existen, pero son menores. El sector empresarial ha aprendido que sentarse a la mesa para negociar la implementación es mucho más inteligente que emprender litigios prolongados que, además de inciertos, implican un alto costo, tanto económico como reputacional.
En palabras de la propia presidenta Sheinbaum: “No se puede de un día a otro, pero lo importante es cómo lo vamos a hacer”. La clave está en ese "cómo": ahí hallamos la responsabilidad del gobierno para definir mecanismos claros y realistas. Las empresas, por su parte, deben prepararse para una transición que no será gratuita, pero sí ampliamente previsible.
La jornada de 40 horas llegará. La cuestión de fondo es si esta reforma se implementará como parte de una transformación consensuada del modelo laboral mexicano, o como una imposición que, sin el debido cuidado, termine por dañar justamente aquello que busca fortalecer: el trabajo digno y formal.
Porque reducir la jornada no es un fin en sí mismo, sino un medio para construir un país donde trabajar menos se traduzca en labores más eficientes y, desde luego, también signifique que los trabajadores puedan acceder a una mejor calidad de vida.
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Nota del editor: Juan José Soto es socio de Pérez-Llorca en el área de Laboral. Las opiniones publicadas en esta columna corresponden exclusiamente al autor.
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