Hasta ahora, hemos tratado a las remesas como dinero de auxilio. Las cifras nos conmueven, los discursos oficiales las celebran, pero nos hemos conformado con su función de supervivencia. Esa visión ya es insuficiente. Lo que urge es un nuevo paradigma: hacer de las remesas un vehículo de desarrollo, un músculo productivo, una estrategia nacional de crecimiento desde abajo.
La reducción del impuesto a las remesas al 1%, gracias a una intervención técnica del nuevo gobierno dicho sea de paso, es un acierto que merece reconocimiento. No solo protege el ingreso de millones de familias, sino que evita tensiones diplomáticas innecesarias y demuestra que cuando se gobierna con cabeza fría y cálculo económico, es posible corregir errores sin fracturar la relación con Estados Unidos. Pero que nadie se confunda: reducir impuestos no es el objetivo. Es apenas el punto de partida.
Hoy el verdadero reto es transformar ese ingreso masivo en capital con retorno.
¿Queremos que las remesas sigan siendo gasto inmediato o que se conviertan en inversión regional? ¿Queremos que se consuman en efectivo o que se multipliquen en forma de negocios familiares, vivienda, infraestructura comunitaria, educación técnica, cooperativas o ahorro programado?
Ahí es donde entran quienes toman decisiones económicas: la banca, el capital privado, las fintech, los fondos de inversión, las incubadoras, los constructores. Necesitamos dejar de ver a los receptores de remesas como sujetos pasivos y empezar a tratarlos como agentes económicos reales, como microinversionistas que merecen opciones, productos diseñados a su medida, caminos hacia la autonomía financiera.
Y no se trata de intervenir, ni de imponer, ni de bancarizar por decreto. Creo que se trata de conectar; de crear puentes entre ese flujo transnacional de recursos y los mecanismos financieros del país. Se trata de diseñar instrumentos confiables, transparentes y rentables que hagan que un dólar enviado valga tres o cinco en retorno productivo aquí. Se trata de educación financiera, de acceso tecnológico, de infraestructura regulatoria y, sobre todo, de visión.
Porque mientras el mercado laboral estadounidense siga demandando talento mexicano, las remesas seguirán fluyendo. Lo que falta es estrategia. Lo que falta es inteligencia colectiva para hacer que ese dinero se quede trabajando en México, no solo en forma de consumo, sino como capital transformador.
Imaginemos por un momento que apenas el 10% de las remesas anuales se reinvirtiera sistemáticamente en proyectos productivos locales. Estaríamos hablando de más de 6,000 millones de dólares al año, con capacidad para detonar empleo, reducir pobreza estructural y transformar el mapa económico de los estados receptores. Ningún programa federal tiene ese alcance. Ningún subsidio social tiene ese poder.