Durante años, las marcas apostaron por influencers masivos como la vía rápida para generar ventas: millones de seguidores, fotos editadas, una vida de lujo que parecía inalcanzable. Pero algo pasó: la gente dejó de creer. El público, especialmente Millennials y Gen Z, empezó a detectar patrones repetidos, posts patrocinados disfrazados y un guion que sonaba más a publicidad que a vida real.
La consecuencia: baja de confianza y fatiga digital. Hoy, 7 de cada 10 usuarios en México dicen confiar más en la reseña de un amigo o de un micro-creador local que en la recomendación de un influencer famoso.
Aquí entra el otro tema del que casi nadie habla: el impacto psicológico de vivir para likes. Muchos creadores han confesado sentirse atrapados en un círculo de validación constante: subir contenido todos los días, compararse con otros, mantener una vida que no siempre refleja su realidad. El resultado: ansiedad, burnout y una creatividad cada vez más forzada.
Y no solo los creadores sufren. También los consumidores. ¿Cuántas veces hemos comparado nuestro día normal con la “vida perfecta” de alguien en Instagram? Ese choque alimenta inseguridad, estrés y la sensación de no ser suficiente. En un país donde la conversación sobre salud mental todavía es un tabú, este desgaste emocional está creciendo silenciosamente.
Pero aquí viene lo interesante: lo que parece una crisis es, en realidad, una oportunidad. En esta era de des-influencia, las marcas tienen la posibilidad de reconectar con la gente desde lo auténtico.
Ya no se trata de cuántos seguidores tiene alguien, sino de qué tan real es lo que comparte. El micro-creador (esa persona que habla de cocina casera, de cómo organizar tu día, de finanzas personales desde su experiencia) se convierte en el nuevo líder de confianza. Porque no vende perfección, vende cercanía.
Un ejemplo concreto: mientras un influencer masivo puede mostrar un viaje patrocinado a Cancún, un micro-creador de Monterrey puede recomendar cómo ahorrar en vuelos y ganarse la confianza de miles de usuarios que lo sienten cercano y honesto.
Aquí entra la ciencia. Nuestro cerebro no recuerda datos, recuerda historias. Un creador que comparte una anécdota personal genera dopamina en su audiencia y construye una conexión emocional mucho más fuerte que una foto con 500 filtros.
Además, la autenticidad reduce la disonancia cognitiva: cuando lo que vemos coincide con lo que sentimos, el cerebro descansa, confía y actúa. Por eso los consumidores ya no quieren “el comercial disfrazado de selfie”. Quieren sentir que detrás de la pantalla hay una persona real.
Como especialista en marketing y neuromarketing, lo veo claro: el futuro no es de los más ruidosos, sino de los más genuinos. Las marcas que triunfarán en México y en el mundo, serán aquellas que entiendan que la salud mental y la autenticidad no son temas secundarios, son parte de la estrategia.