Uriel tiene 26 años. Conoció el mundo organillero gracias a un primo que lleva cinco años en el oficio. El joven encontró en el organillo la oportunidad para salir adelante.
Su uniforme está casi nuevo. Recién cumplió cuatro meses recorriendo las calles, en compañía de Daniel, quien se ha encargado de enseñarle todo lo que sabe. Uriel dice que su traje beige, con todo y quepí, le costó 500 pesos. “Lo porto con orgullo para poder mantener a mi familia y terminar mi carrera de Psicología en la UNAM”, destaca.
Los dos jóvenes no andan solos. Cocorongo va con ellos: un mono cilindrero de peluche, cuyo trabajo se limita a posar sobre el organillo, mientras que los jóvenes se alternan para tocar, pedir dinero en el quepí y cargar el zanco y el instrumento, tipo harmonipan, que pesa 40 kilos.
No todos los organillos tienen las mismas características. El más común es el harmonipan, el cual tiene ocho melodías grabadas: Las Mañanitas. Vals de Alejandra, Cien años, La Bikina, Cielito Lindo, Amor Eterno, Regalo de Reyes y Carta a Eufemia. El gallito, en cambio, tiene seis canciones y pesa 30 kilos. Y el clariton posee diez canciones, pero pesa 50 kilos.
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Los organilleros trabajan de lunes a domingo. No tienen prestaciones de ley ni un sueldo por parte del gobierno. Sin embargo, es un trabajo que se remonta al Porfiriato y a la Revolución de 1910. Es decir, que su valor está en la tradición, y no tanto en su rentabilidad.
Es común que los organilleros se ubiquen en las calles del Zócalo y Bellas Artes. Sin embargo, Daniel y Uriel cuentan que cada músico decide su ruta. Ellos han optado por también visitar Milpa Alta, Xochimilco, Chalco, Azcapotzalco, Amecameca, Cuautla, San Martín y Cholula, en Puebla.
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