No obstante, la capacidad de Xi para controlar la disidencia supera por mucho a la de Putin. Desde que llegó a lo más alto del Partido Comunista, Xi ha endurecido la disciplina interna; recurrió a una campaña anticorrupción para eliminar a los elementos malos y, según sus detractores, persigue a contendientes potenciales. También tiene un aparato de propaganda colosal que lo apoya en momentos de necesidad y no tiene oposición fuera del Partido Comunista; es más, ni siquiera existe la posibilidad de que surja tal personaje mientras no se transforme radicalmente la forma de operar de China.
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Pese a toda la habilidad que tiene Putin en cuanto a imagen y propaganda política, no está al timón de un país tan poderoso ni tan centralizado como China. La democracia de Rusia es profundamente deficiente, pero las instituciones que contiene crean un espacio para criticar abiertamente a Putin y a sus políticas y para construir bases de poder desde las cuales se lo puede desafiar. Sigue habiendo prensa independiente en Rusia aunque opera bajo presiones intensas de parte del Estado e incluso los medios oficialistas están controlados menos estrictamente que en China.
Xi ya ha enfrentado desafíos que, en un sistema más débil o con un líder más débil, habrían descarrilado su tren hacia la acumulación de poder. Existen razones para pensar que puede enfrentar varios más gracias al control que tiene sobre el Partido Comunista y al control que este ejerce a su vez sobre todos los aspectos del gobierno y el discurso popular.
Es evidente que el reordenamiento reciente de Putin podría ser un intento por adquirir justamente la clase de poder que Xi tiene actualmente. Ha sido el líder máximo de Rusia desde hace 20 años y cualquier intento por echarlo requeriría un esfuerzo enorme y varios años de preparación. En ese lapso, Putin podría desarrollar un sistema de control inspirado en el de su aliado chino. Sin embargo, en este momento, aunque Putin anhele adoptar el modelo de Xi en Moscú, tiene que andarse con cuidado.