En esa línea, a comienzos de diciembre Bolsonaro se afilió al Partido Liberal (PL), una agrupación de centroderecha distante de las posturas ultras del presidente y su núcleo duro de seguidores. El presidente ganó las elecciones de 2018 como miembro del Partido Social Liberal (PSL), agrupación con la que rompió poco después de asumir el poder.
Desde entonces, Bolsonaro ha intentado construir un partido propio, al que denominó Alianza por Brasil y al que definía como la primera formación conservadora del país, pero fracasó a la hora de obtener las 500,000 firmas necesarias para su registro en la Justicia electoral. Sin otra opción ante una legislación que obliga a los candidatos formar parte de un partido político, terminó por afiliarse al PL.
En cualquier caso, el acercamiento de Bolsonaro a partidos menos radicalizados también persigue el objetivo de contar con apoyos en el Congreso que le permitan bloquear los pedidos de juicio político que pesan sobre él.
Ese leve deslizamiento hacia posturas menos extremas incluye un freno a su ofensiva contra el Supremo Tribunal Federal (STF). Luego de amenazar con intervenir en septiembre pasado al máximo órgano judicial del país debido a que, según sus palabras, estaba “preparando el terreno” para detenerlo bajo la premisa de un probable atentado contra la democracia, Bolsonaro dio marcha atrás y señaló que esos ataques contra el tribunal los había emitido bajo “el calor del momento”.
Debilitado tras tres años de una gestión gris y un estilo de confrontación que ya no resulta atractivo para las mayorías, Bolsonaro cambia de ropa para enfrentar la difícil misión de ser reelecto. Lejos de sus históricas posturas, su suerte parece atada al lanzamiento de un ambicioso plan social y a una tímida moderación política.
Del resultado que obtenga por ese giro dependerá buena parte sus posibilidades en la disputa electoral que, todo indica, tendrá el año próximo contra Lula, su viejo antagonista ideológico.