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OPINIÓN: La izquierda debería exigir, sin titubear, la salida de Maduro

Hay que preguntarse qué derecho tiene un régimen para quedarse en el poder si ha sido tan deshonesto, codicioso e inepto que solo ha logrado fomentar una inflación masiva, opina Bernard-Henri Levy.
mar 19 febrero 2019 11:00 AM

Nota del editor: Bernard-Henri Levy es filósofo, cineasta y activista francés. Su libro más reciente es The Empire and the Five Kings. Las opiniones en esta columna pertenecen exclusivamente al autor. Esta es una traducción de la traducción inglesa de este artículo, a cargo de Steven B. Kennedy.

(CNN) — "¡Juro!", exclamó Juan Guaidó, el líder de 35 años de la Asamblea Nacional de Venezuela, mientras se declaraba presidente interino del país el pasado 23 de enero.

"¡Juro!", dijo ante la multitud , desafiando definitivamente al régimen de Nicolás Maduro, el presidente de imitación que ha estado en el cargo desde la muerte de Hugo Chávez, en 2013.

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"¡Juro!", repitió con una audacia aparentemente irreal, pero claramente efectiva, ya que casi de inmediato obtuvo el reconocimiento de casi todos los países de la región, así como de más de una docena de miembros de la Unión Europea, Canadá y Estados Unidos.

Obviamente, esta hazaña de obtener la aprobación de tantos países no merecería admiración ni apoyo si fuera simplemente un episodio más en la larga tradición de pronunciamientos golpistas.

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Ciertamente hemos visto a muchos líderes llegar al poder sobre los escombros de su país (y luego confundir un pronunciamiento apasionado con la observancia de la Constitución) como para que creamos ciegamente en un hombre que llegó al poder con poco más que la aprobación de la multitud en Caracas.

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Ahora debemos estar alerta para que no se desarrolle un culto a la personalidad del joven líder y para que lo que hoy es una revolución popular admirable no se transforme en una nueva oportunidad para un petrocesarismo.
Sin embargo, Guaidó accedió a asumir el poder ejecutivo en la forma más puramente formal y legal.

Actuó no en concordancia con su propia ambición, sino con una lectura fiel de los artículos 233 y 350 de la Constitución venezolana, que estipulan que el presidente de la Asamblea Nacional toma las riendas ante la incapacidad del jefe de Estado.

Además, asumió la responsabilidad ejecutiva de forma exclusivamente interina, es decir, por el tiempo que tome organizar elecciones libres y reestablecer el derecho del pueblo a tomar decisiones en conformidad con los valores, los principios y las garantías consagrados en la ley fundamental del país.

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Pocos dictadores han violado tanto esos valores, principios y garantías como Maduro.

Pocos presidentes han resultado electos tan dudosamente como esta mezcla de Augusto Pinochet con Fidel Castro; es más, anticipándose a las elecciones de 2018, Maduro se tomó la precaución de proscribir a la coalición opositora y de asegurarse de que la mayoría de sus líderes, como Antonio Ledezma y Leopoldo López, estuvieran en la cárcel, en el exilio o inhabilitados de alguna otra forma.

Pocos han recurrido tan intensamente a las operaciones policiacas dudosas, eufemísticamente llamadas Operación Liberación Humanista del Pueblo en 2017. Amnistía Internacional ha encontrado incontables casos de detenciones arbitrarias, desapariciones y sangrientas violaciones a los derechos humanos entre estas acciones policiacas.

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Es más: ¿qué valor tienen esos derechos cuando, según un estudio de Encovi (una encuestadora venezolana), que llevó a cabo un consorcio de universidades, el 87% de los hogares del país vive bajo el umbral de pobreza? ¿Cuándo el ciudadano venezolano promedio ha bajado 10 kilos ? ¿Cuándo los indicadores de salud y mortalidad han llegado a niveles que normalmente se observan en países en guerra?

No repetiré aquí el debate eterno entre legalidad y legitimidad. Sin embargo, hay que preguntarse qué derecho tiene un régimen para quedarse en el poder si ha sido tan deshonesto, codicioso e inepto que solo ha logrado fomentar una inflación masiva y matar de hambre al campo y a los suburbios proletarios.

Uno no puede evitar preguntarse qué queda del "bolivarismo" que, con sus petrodólares, solo ha logrado crear soviets sin energía eléctrica y un pueblo que no solo carece de libertad, sino también de agua, leche, huevos y carne.
¿Acaso en el maratón de la mendacidad y los malos manejos no llega un punto en el que uno debe reunir el valor de decir que un gobierno que ha obligado a entre dos y cinco millones de sus ciudadanos a exiliarse ya no es legítimo ni legal?

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Esto nos lleva a una encrucijada.

Podemos pensar en despertar a los fantasmas del presidente estadounidense James Monroe y su discurso de 1823, de la United Fruit Company, de los Chicago Boys y de la Operación Cóndor, símbolos de la llamada política intervencionista brutal estadounidense de las décadas de 1960 y 1970 en Chile, Guatemala y otros países latinoamericanos.

Podemos, como el senador estadounidense Bernie Sanders, manifestar nuestra incomodidad con el regreso torpe de Donald Trump al patio trasero de Estados Unidos, en donde sus predecesores usualmente mostraron gran falta de juicio y de moralidad.

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Podemos, como algunos de los partidarios de la izquierda, afirmar que el juramento de Guaidó es el desenlace de un complot reaccionario , sin considerar algunas realidades cruciales: primero, que los conspiradores en este caso son millones de venezolanos arruinados, muertos de hambre y atormentados; segundo, que cuando hablamos de intervencionismo, la intervención más brutal, más criminal e imperialista no es la de Estados Unidos sino la de China , que financia al régimen; la de Rusia, que lo protege, y la de Cuba, que patrulla Caracas. Pero la verdad es que Venezuela ya no puede esperar a que la comunidad internacional actúe.

Es por eso que la única opción posible hoy, para un auténtico liberal, es hacer eco del llamado del presidente de Francia, Emmanuel Macron, y sus homólogos europeos: celebrar elecciones libres y transparentes, precedidas, desde luego, de la salida inmediata y no negociable de Maduro.

¿Se acuerdan de esas fotos de Maduro con el presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan (quien lo invitó a su país en septiembre de 2018), disfrutando de un filete en el restaurante de carnes más caro del mundo?

Sin darse cuenta, estaba imitando al patriarca otoñal inmortalizado por otro escritor, Gabriel García Márquez, dándose un banquete en su palacio; salvaje, impulsivo y al borde de la locura.

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Bueno, pues henos aquí otra vez: el emperador no trae ropa.

Atascado en su infierno, ya no tiene futuro.

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Lo que le queda son su pequeña espada y su miedo patético a perder el poder de torturar a su pueblo.

Es por eso que debe irse sin demora.

Consulta más información sobre este y otros temas en el canal Opinión

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