Algunos ya venían de la negociación, otros son nuevos. El sector automotriz deberá acomodarse a una mayor participación norteamericana de autopartes en un periodo de tiempo razonable de cinco años, con participación fija de alrededor de 40% procedente de plantas estadounidenses o canadienses (es decir, con salarios muy superiores a los nacionales) y, aquí lo nuevo, en un periodo de siete años con 70% del acero producido en la región.
La revisión del tratado cada 16 años plantea además el reto de mantener el atractivo de México en el largo plazo ante la incertidumbre que esto genera para compañías que planean inversiones de horizontes de décadas.
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Dado que las compañías del sector son internacionales en su mayoría y más dependientes del mercado estadounidense que del nacional, será necesaria una auténtica política económica que piense más allá de la llamada 4.0: rediseñar por completo los planes de estudios de nuestras universidades sobre el sector –autos eléctricos, movilidad, design thinking–, mientras en paralelo se reflexiona sobre el futuro de la manufactura.
En el aspecto laboral es triste pero cierto que las presiones que recibirá México serán para que cumpla su propia ley. El gobierno logró detener la figura del inspector en planta pero existirán paneles verificadores trilaterales –no será un proceso unilateral estadounidense para evaluar las condiciones laborales en México– que tendrá la responsabilidad de considerar si México cumple con el convenio 98 de la Organización Internacional del trabajo sobre el derecho a sindicación y negociación colectiva ratificado por nuestro país en 2018.
Esto no es una mala noticia si se sigue el modelo correcto. Las grandes empresas que se han anticipado desde hace años, como quienes participan del Pacto Mundial de Naciones Unidas como Cemex, Aeroméxico, Asur, Kaluz y otros cientos de miembros, o las que han invertido en su cultura laboral (evaluada por Expansión en Superempresas) ya tienen un camino recorrido.