La música en vivo empieza tarareando, en la ducha o en el asiento trasero de un coche. Desde ahí, surgen las ganas de hacerla grande, compartiéndola en el descanso entre clase y clase de la escuela, en un autobús o hasta en el trabajo. Todos nuestros momentos felices tienen una canción o un disco asociado, y generan grandes recuerdos cuando los celebramos, bien sea en un bar, un estadio o una fiesta.
La música también nos aporta esa magia que nos permite relacionarnos con los amigos. Ese grupo con el que íbamos a festivales o con los que viajamos a otros países para escuchar a nuestros grupos favoritos. Se trata de crear momentos que rompan con la monotonía de nuestra vida diaria. Sin embargo, de repente, nos han quitado todo este placer y nos piden paciencia, a lo mejor, mucha paciencia, para poder volver a vernos y compartir, una vez más, estas experiencias maravillosas.
Desde que tengo conciencia, mi entorno ha vivido una decena de crisis económicas que iban a destrozarlo todo. Pero siempre ha habido música en vivo, hasta en los peores momentos.
Esta tampoco es la primera pandemia que el mundo ha sufrido: podría mencionar al sida, el ébola, o la peste, para nombrar sólo algunos. Sin embargo, esta vez podemos estar especialmente orgullosos del nivel de solidaridad que ha mostrado la sociedad en su conjunto, demostrando que no tenemos nada que envidiar a nuestros ancestros en materia de resiliencia o generosidad.
La música en vivo, sin lugar a dudas, ha sido golpeada con fuerza por esta crisis, sin embargo, nunca desaparece del todo. Siempre sigue allí aunque sea a distancia, en videoconferencia, pero no falla nunca. Siempre hay alguien tocando para alguien en este mundo.