Se aproxima una larga temporada de sacrificios.
En materia de ingresos y, bajo la narrativa de que el gobierno requiere de la solidaridad de su gente, se vendrán ajustes que provocarán filias y fobias. A los gobernadores se les exigirá cobrar impuestos locales. A los fabricantes de productos con alto contenido calórico se les aumentará la tasa impositiva. Se acabarán los fideicomisos, seguirá la cacería en contra de factureros y evasores fiscales (algo sin duda plausible), la SHCP buscará cualquier resquicio para recaudar más. Metafóricamente, la llamada cuarta transformación venderá hasta la vajilla de la abuela.
Las recomendaciones para la reactivación económica de empresarios y analistas no serán tomadas en cuenta. Apoyos financieros a empresas, no. Exenciones fiscales, mucho menos. Deuda, ni pensarlo. Para los contribuyentes cautivos el terrorismo fiscal y, para el grueso de la población, aumento en el precio de ciertos productos dado el eventual incremento en impuestos especiales y que muchas empresas no lo asumirán sino que lo transferirán a los consumidores.
Simultáneamente vendrán las líneas para conformar el Presupuesto de Egresos 2021, que implicarán un adelgazamiento del aparato del Estado, una presión aún mayor para la burocracia, el blindaje de recursos para los proyectos de infraestructura y programas sociales ligados al plan político del Presidente, así como un énfasis en el gasto para salud y educación.
Los apretones serán muy fuertes y sus consecuencias también. Cualquiera podría pensar que un gobierno de izquierda defiende la técnica del servicio público. Pero aquí pasará lo contrario. La “austeridad republicana” del Presidente derivará en un desmantelamiento de la administración pública federal. Si acaso Pemex, símbolo político de esta administración, se llevará un rasguño, pero el resto de la estructura gubernamental pasará por una profunda reclasificación.