Recordemos que Trump ejercitó un “cesarismo” en la presidencia más importante del mundo con su talante autoritario y ADN provocador – siempre le molestaron los límites impuestos por el sistema de pesos y contrapesos-.
Se trató de una presidencia llena de mentiras, abuso de poder y conflictos de intereses, no honró a la constitución, confundió los intereses personales con los nacionales a la hora de gobernar (motivo por el cual se le enjuició) y se comportó como un autócrata en la democracia más consolidada del mundo.
¿Llegará la cordura, decencia y sensatez a la Casa Blanca? La reelección de Trump afianzaría el peligro para la democracia. Su presidencia unilateral y excluyente ha tratado de esquivar el tsunami demográfico estadounidense, al tratar de entorpecer el voto afroamericano, latino y asiático, las minorías que no le favorecen. Incluso en pleno proceso electoral se manifestó en contra de las opciones de votación en ausencia a través del sistema postal.
Precisamente, una de las grandes novedades de esta elección es que se producen con el electorado más diverso de la historia americana y con la promesa de una mayor participación.
Hace cuatro años votaron casi 139 millones de estadounidenses, ahora se espera que la votación alcance una cifra récord de 156 millones, una participación más entusiasta, en gran parte gracias a las modalidades del voto a distancia que pueden animar a diferentes segmentos a ejercer su derecho al voto en momentos de pandemia.
Sin embargo, no se puede cantar una victoria demócrata en la Casa Blanca. Con Trump todo puede suceder, más aún considerando que no se ha comprometido a respetar el resultado final.
Hace cuatro años las elecciones en Estados Unidos fueron guiadas por un fuerte sentimiento anti-sistema y anti statu-quo, el ecosistema rabioso contra las élites y las dinastías políticas que obtuvieron gran rentabilidad política y electoral, principalmente en el denominado Rust Belt. En la presente contienda, ello dista de ser hegemónico.