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Un héroe más nuestro

Un campeón al que secretamente entendíamos: capaz de muchas de nuestras miserias cotidianas, de nuestros errores, de nuestros fracasos éticos y de nuestras metidas de pata, opina Francisco Rodríguez.
jue 26 noviembre 2020 11:59 PM

(Expansión) – Confieso una herejía. Soy argentino, y no soy futbolero.

Siempre pateé tarde y mal. Fui un arquero mediocre, rebotador. Nunca seguí las campañas del equipo que heredé, como todo compatriota, de mi padre. Eludí la cancha. No rompí rodillas,… grité pocos goles.

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Pero para convertirse basta un milagro, y yo tampoco pude ser ajeno a esos 10 segundos del segundo gol a Inglaterra de Diego Armando Maradona. Porque es difícil sustraerse a la emoción y a los hechos de los héroes --incluso, y sobre todo, cuando se trata de un héroe tan distante de los bronces, y tan ajeno a la virtud.

En el deporte nos hemos acostumbrado a los héroes fabricados. Aplaudimos la técnica perfecta, un perfil delineado, abdominales cincelados. Celebramos las opiniones correctas del crack, su apoyo a una causa encomiable y su matrimonio ejemplar. Exigimos que sean un modelo para nuestros niños.

Son figuras que nunca veremos en nuestro espejo, y de hecho, cuanto más distintos sean a nosotros, mejor. Su irrealidad protege nuestro ego.

En la mitología popular, sin embargo, este tipo de héroes no perduran. Sin la cólera de Aquiles no habría Ilíada; y sin el engaño artero y cruel de Ulises a Polifemo, la Odisea sería el diario de un turista en el Mediterráneo.

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En la vida de Maradona está el eco del ciclo épico clásico: en una época de gran incertidumbre y dolor, el pibe de Villa Fiorito deja su país, emprende el viaje, mata al dragón y trae el tesoro a casa —y con el tesoro, la alegría para su pueblo.

Sin embargo, el tesoro robado suele acarrear una maldición; la de Diego fue inmolarse.

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Si Diego enamora es por la Copa del Mundo, desde luego, pero también por la autodestrucción. Porque fue el héroe que se necesitaba en el momento en que se necesitaba (una dictadura sangrienta, una derrota militar) y, sobre todo, porque era un héroe que los argentinos (y los napolitanos) podíamos ver en nuestro espejo.

Un campeón al que secretamente entendíamos: capaz de muchas de nuestras miserias cotidianas, de nuestros errores, de nuestros fracasos éticos y de nuestras propias metidas de pata.

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Un héroe genial y sucio; íntimo e irreductiblemente humano.

Lo más fácil, siempre, fue juzgarlo. Adoptamos el púlpito, lo que nos permitía evitar el espejo que nos ponía Diego enfrente: la metáfora involuntaria de un país que al inicio del siglo XX era uno de los 10 más ricos del mundo y que se hundió en el deterioro progresivo.

Y sin embargo nunca pudimos dejar de quererlo. Por esos 10 segundos. Y por el gol anterior, inconfesable y reivindicador. Y por el pase a Burruchaga en la final contra Alemania. Y la alegría del tesoro en sus manos en el Estadio Azteca, muerto el dragón de las muchísimas frustraciones nacionales.

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Pero en realidad, quizás nunca pudimos dejar de quererlo porque guardaba un tesoro aún mayor: la autenticidad. Fue el último héroe verdadero que pudimos ver jugar, enojarse, engañar, asombrarnos con una cabalgata de toda la cancha, discutir con el árbitro, gritarle a un compañero, llorar de emoción con una victoria. El héroe insolente, el que se rebela y juega contra todo y contra todos.

Un héroe necesario, tanto por su capacidad para lo extraordinario, como por su trágica y humana imperfección.

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Un héroe más nuestro.

Gracias, Diego.

Nota del editor: Francisco Rodríguez Daniel es experto en comunicación institucional. Síguelo en Twitter y en LinkedIn . Las opiniones publicadas en esta columna pertenecen exclusivamente al autor.

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