Pero para convertirse basta un milagro, y yo tampoco pude ser ajeno a esos 10 segundos del segundo gol a Inglaterra de Diego Armando Maradona. Porque es difícil sustraerse a la emoción y a los hechos de los héroes --incluso, y sobre todo, cuando se trata de un héroe tan distante de los bronces, y tan ajeno a la virtud.
En el deporte nos hemos acostumbrado a los héroes fabricados. Aplaudimos la técnica perfecta, un perfil delineado, abdominales cincelados. Celebramos las opiniones correctas del crack, su apoyo a una causa encomiable y su matrimonio ejemplar. Exigimos que sean un modelo para nuestros niños.
Son figuras que nunca veremos en nuestro espejo, y de hecho, cuanto más distintos sean a nosotros, mejor. Su irrealidad protege nuestro ego.
En la mitología popular, sin embargo, este tipo de héroes no perduran. Sin la cólera de Aquiles no habría Ilíada; y sin el engaño artero y cruel de Ulises a Polifemo, la Odisea sería el diario de un turista en el Mediterráneo.
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En la vida de Maradona está el eco del ciclo épico clásico: en una época de gran incertidumbre y dolor, el pibe de Villa Fiorito deja su país, emprende el viaje, mata al dragón y trae el tesoro a casa —y con el tesoro, la alegría para su pueblo.
Sin embargo, el tesoro robado suele acarrear una maldición; la de Diego fue inmolarse.
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Si Diego enamora es por la Copa del Mundo, desde luego, pero también por la autodestrucción. Porque fue el héroe que se necesitaba en el momento en que se necesitaba (una dictadura sangrienta, una derrota militar) y, sobre todo, porque era un héroe que los argentinos (y los napolitanos) podíamos ver en nuestro espejo.
Un campeón al que secretamente entendíamos: capaz de muchas de nuestras miserias cotidianas, de nuestros errores, de nuestros fracasos éticos y de nuestras propias metidas de pata.